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Iñigo Gurruchaga
Sábado, 21 de julio 2018, 00:19
Se dice de Stanley Baldwin, líder conservador en años difíciles, que ver escenas de pobreza le conmovía hasta las lágrimas aunque no le incitaba a la acción. Y que durante sus vacaciones de hasta ocho semanas en Aix-les-Bains, ciudad balneario a orillas del ... lago Bourget, evitaba conversaciones sobre política o la lectura de periódicos.
En el verano de 1931, con la ola del pánico bursátil de 1929 azotando los diques de la Hacienda británica y ahogando en desempleo a los barrios obreros, regresó a Londres desde su refugio saboyardo y retornó a Francia al anochecer del mismo día, para prolongar su descanso otros diez días. Ya refrescado, le nombraron primer ministro de hecho en un Gobierno de unidad nacional.
Winston Churchill se había marchado al final de julio. Cuando lord Rothermere, patrón del 'Daily Mail', le reprochó sus largos veraneos, el gran líder de la Segunda Guerra Mundial le respondió que él nunca tomaba vacaciones. Es cierto. No paraba. Unos años antes, escribió a un amigo desde Montecarlo que la víspera había jugado en el casino hasta las cinco de la mañana.
En 1931 comenzó su vacación en Normandía, en la mansión de Consuelo Vanderbilt, exduquesa de Marlborough. Churchill nació en casa de los duques, su familia, en el palacio de Blenheim y solía hacer escala en villas y residencias de parientes y amigos durante sus largos periplos estivales, cuando no viajaba en crucero.
De Normandía se fue a Biarritz, donde llovió todos los días, tiñendo de triste gris la luz de sus cuadros. Se fue a Carcassone y a Avignon. Regresó a Londres, participó durante 48 horas en conspiraciones para la formación del nuevo Gobierno y se marchó a la Costa Azul, a Juan-les-Pins, para pasar quince días escribiendo, pintando y disfrutando del sol.
David Cameron, cuya trayectoria y personalidad han sido comparadas con las de Baldwin, fue el primer ministro británico del último medio siglo con más gusto por las vacaciones. Escapadas con su mujer a Ibiza, Mallorca o Sienna, estancias familiares en Cornualles, Escocia o Portugal. El líder asociado al 'Brexit' en los libros de historia buscaba equilibrio entre vida familiar y profesional.
No así Tony Blair. De la firma del Acuerdo de Viernes Santo en Belfast voló directamente a Doñana para pasar unos días con la familia Aznar. Las sonrisas de los Blair junto a Berlusconi, su anfitrión en Cerdeña, dan para una comedia musical que nadie ha escrito. En la Toscana residía en una casa del consejo regional. En Sharm-el-Sheikh le hospedó un Gobierno egipcio acosado por una revuelta popular.
Gordon Brown y Margaret Thatcher eran turistas infelices. El líder perpetuamente atribulado partió un verano a Dorset y encontró excusa para regresar a Downing Street inmediatamente: dirigir el Estado contra un brote de fiebre aftosa. Es célebre su martirio en 2008, con su mente en ebullición por la crisis financiera, disfrutando presuntamente de Southwold, villa costera de la región de East Anglia. Su mujer habría querido que su marido escocés conectase, o pareciese conectado, con la Inglaterra profunda.
«¿Ha ocurrido algo?», le preguntó su secretaria a Margaret Thatcher cuando, cuatro días después de partir para una estancia de diez, le llamó desde el aeropuerto en Londres. «No, ya hemos hecho Córcega», repuso la dama insomne. Su retiro preferido era la casa de lord y lady Glover cerca de Zug, en Suiza. Invitaban a gente interesante para cenar con la portentosa inglesa, montañera de falda y zapatos de charol, ávida de estímulos cerebrales. Un economista austríaco la convenció a los postres de que su banco central erraba en la gestión del índice M3 de moneda en circulación y regresó para abroncar a los responsables.
De las vacaciones pintando en Marrakech del Churchill hospedado en el Mamounia, uno de su hoteles preferidos, a la predilección anual de John Major por la casa de los Garrigues -y de su emparentado ministro británico, Tristan Garel-Jones- en Candeleda, al pie de la sierra de Gredos, hay el trecho acortado por Thatcher entre el partido aristócrático y el burgués.
Theresa May es clásica y moderna. Hace lo que estilan las clases medias -ir al campo- desde que en el XIX tuvieron vacaciones pagadas. Camina con su marido por montañas galesas o alpinas, visita pueblos en torno al lago Garda, en el norte de Italia. Churchill escribía en sus cruceros mediterráneos largas y tempestuosas cartas políticas. May decidió en el monte, en 2017, convocar unas elecciones con resultado calamitoso. Ocio y poder, y su eterna disputa.
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