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Esta semana, cuando se cumplía un mes de la invasión de Ucrania, fallecía Madeleine Albright en su casa de Washington. Fue la primera mujer secretaria de Estado de Estados Unidos, a la que tuve el honor de conocer y tratar por mi trabajo en Aspen ... Institute España. En febrero había publicado su último artículo de prensa. Con su lucidez habitual explicaba que el mundo multipolar que defienden Xi Jing Ping y Vladímir Putin no debe equivaler a un planeta sin reglas, dividido en esferas de influencia y regido por líderes que no rinden cuentas.
Toda su vida fue una apasionada defensora de la democracia. Había sufrido la persecución nazi en su Praga natal y luego la de los comunistas, antes de que su familia se asentara en Estados Unidos. Profesora en la universidad de Georgetown, asesoró a varios candidatos presidenciales demócratas, hasta que ganó Bill Clinton. Con este gran mentor entró en política al más alto nivel y ocupó los puestos de embajadora en Naciones Unidas y secretaria de Estado.
Albright acuñó la acertada idea de que tras la Guerra Fría Estados Unidos era «la nación indispensable», alrededor de la cual se debían crear alianzas, y defendió siempre que la política exterior debía ser entendida y respaldada por los ciudadanos. Pero esta cautela nunca le llevó a dejar de impulsar los principios y valores de la democracia y de mostrarse partidaria del uso de la fuerza militar cuando estaba justificada -sí en los Balcanes, no en Irak-. Criticó abiertamente a Donald Trump («no debe ser la forma en la que la democracia en Estados Unidos muere»). En su último libro cita la frase de Primo Levi, «cada época tiene su propio fascismo», no entendido tanto como una ideología sino como un método o sistema.
Retrata a Putin como una criatura casi reptiliana, que ha jugado bien con malas cartas y quiere volver a dividir Europa en dos bloques. Reconoce que Occidente tardó en entender cómo Rusia se sentía humillada tras la desaparición de la Unión Soviética, un terreno fértil para que apareciera un líder nacionalista, dispuesto a redimir a los que se quejaban de que su país se había convertido en un «Bangladesh con armas nucleares». Albright era una persona directa, trabajadora infatigable, generosa con su tiempo, muy sociable y con una gran capacidad de convocatoria. Consciente de las barreras que aún existen para lograr la igualdad entre mujeres y hombres, observaba que «las mujeres que no ayudan a otras mujeres tienen reservado un sitio especial en el infierno» y predicaba con el ejemplo. Muchos sentimos su fallecimiento como una gran injusticia.
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