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Es bien sabido que la política hace extraños compañeros de cama, pero la política en Israel hace extrañísimos y delirantes compañeros de cama. Es decir: usted no espera ver a Santiago Abascal formando coalición con Arnaldo Otegui, o con Pablo Iglesias, y si Puigdemont y ... Albert Rivera anunciasen, todo sonrisas, un Gobierno de coalición en Cataluña, creeríamos estar soñando. Pero estos inverosímiles ejemplos son minucias comparados con la coalición super-Frankenstein que se ha organizado en Israel con el único y escueto propósito de echar del poder a Benjamín Netanyahu.
Es muy cierto que Netanyahu es autoritario, deshonesto y corrupto, pero resulta difícil creer que haya podido despertar una hostilidad tan generalizada, que vemos a fuerzas contradictorias olvidar diferencias estructurales irreconciliables para unirse en su contra y echarle del poder.
El sistema electoral israelí se basa en un Parlamento unicameral; elecciones a una única vuelta; proporcionalidad estricta en el reparto de escaños; límite mínimo bajísimo del 3,25% del voto para acceder al Parlamento; y para rematar el desaguisado, circunscripción única a escala nacional. Eso favorece a los partidos pequeños, estimula de hecho su creación y dificulta, casi imposibilita, la obtención de mayorías absolutas que permitan gobernar. El resultado es que ahora hay en el Parlamento israelí trece partidos, cuyo número de escaños oscila entre cuatro y treinta, sobre un total de 120.
La nueva coalición de gobierno es resultado, no tanto del maquiavelismo político, como de este mal diseño electoral. Netanyahu, con 30 escaños, ha sido desbancado por Yair Lapid, líder del partido centrista Hay Futuro (Yesh Atid), con solo 17 escaños. Pero Lapid tiene que compartir el poder con otros siete partidos de derecha laica, ultraderecha religiosa, izquierda e incluso por primera vez en la historia de Israel, un partido árabe, el Ra'am o Lista Árabe Unida.
Resulta muy dudosa la operatividad de una coalición tan heterogénea para desarrollar una labor de gobierno con una política coherente en los múltiples temas pendientes. El rechazo a Netanyahu es un factor puramente negativo que no proporciona cohesión a medio o largo plazo, ni un propósito común. La coalición podría mantenerse precariamente hasta que Netanyahu estuviese atrapado judicialmente por los numerosos juicios que tiene pendientes, y reventar en cuanto Netanyahu ya no pudiera presentarse, desapareciendo así el único pegamento que la mantenía unida.
Por su parte, Netanyahu sin duda confía en la revancha. Ya fue primer ministro en 1996 y 1999, cuando fue derrotado por Ehud Barak, pero regresó en 2009 para gobernar doce años más. Sin duda cree que podrá repetir la hazaña en breve plazo, que sus enemigos se pelearan entre ellos antes de que los tribunales puedan atraparle, y que unas quintas elecciones anticipadas le devolverán al poder. No es un escenario inverosímil, pero Netanyahu debería repasar la (demasiado) larga lista de sus enemigos, mirarse al espejo y pensar: «¿Cómo he logrado que me odie tantísimo, tantísima gente?»
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