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Miguel Gutiérrez ha escrito 'Hay dragones', un libro en el que recoge parte de sus viviencias en Siria e Irak cuando aquella región era el lugar más peligroso del mundo. El autor se desplazó hasta allí como periodista y consiguió entrar a lugares a los que muy pocos habían tenído acceso. Acompañó a la 'División dorada' iraquí en su entrada en Mosul y pudo comprobar en primera persona el horror que había causado del fanatismo religioso y violento del Estado Islámico.
Gutiérrez es autor de libros míticos como 'La aventura del Muni', galardonado con el Premio Internacional de Literatura de Viajes Camino del Cid. También publicó 'Vilcabamba', una obra que recoge su viaje a Los Andes y los descubrimientos que realizó en las montañas. En este reportaje, Miguel Gutiérrez -colaborador habitual de EL CORREO- comenta alguna de las fotos que él mismo obtuvo en la guarida del Estado Islámico y que ilustran 'Hay dragones'.
Para comienzos de 2016 el gobierno de Irak había conseguido reaccionar ante el implacable avance del Califato; se había salvado Bagdad y lanzado un contra ataque en dirección a Tikrit. La Región Autónoma de Kurdistán, por su parte, funcionaba de forma independiente al Gobierno de Bagdad. Los kurdos habían aprovechado el caos de los ataques del EI para apropiarse de la ciudad petrolera de Kirkuk; se trataba de una reclamación histórica sobre una ciudad que consideraban kurda.
Los meses precedentes los kurdos también habían sucumbido ante el avance de las banderas negras. Fue la aviación estadounidense la que evitó in extremis que cayera Erbil -la capital kurda-. Y fue Occidente asimismo quien asistió a los kurdos para que pudieran reponerse y montar su propia versión del Cinturón de Hierro. En febrero de 2016, la RAK mantenía 1.050 kilómetros de frente con el Estado Islámico. Mal armados y peor pagados, unos 140.000 peshmerga contenían a un ejército terrorista cuya invencibilidad había empezado a resquebrajarse.
El limes kurdo se levantaba sobre un campo de batalla regado, sobretodo, con el sufrimiento de las minorías religiosas cristiana y yazidí. A esta frontera llegaban cada día decenas de civiles que suplicaban que les dejaran entrar; muchos eran rechazados, y la mayoría eran atendidos brevemente antes de devolverlos al otro lado. Pues los kurdos alojaban ya a millones de refugiados y habían sufrido, además, atentados bomba de yihadistas disfrazados de refugiados. En la fotografía, un grupo de civiles que huyen de los combates solicitan asilo frente a la línea amurallada de Doquq.
Sinjar es el corazón del mundo yazidí, una minoría religiosa, monoteísta, que enraíza muchas de sus creencias en el Zoroastrismo, pero también tiene influencias del mitraismo, el Islamismo y el Judaísmo. Los sunitas radicales consideran a esta gente «adoradores del demonio» y tratan literalmente de exterminarlos a todos menos a las mujeres jóvenes, porque a estas las convierten en esclavas.
En realidad la violencia hacia los yazidíes ha existido desde siempre. Despreciados por todos, árabes y kurdos musulmanes, han vivido soportando desplantes y violencias. Pero tras la guerra sectaria de 2007 empezó una escalada que terminaría de la forma más terrible. Primero con robos de ganado y secuestros puntuales de aldeanos. Finalmente llegó el Estado Islámico; su Departamento de Investigación y Fatuas dictaminó que al ser kurdoparlantes y no poseer libro sagrado, los yazidíes eran kuffar o paganos; y por lo tanto, eran como animales a los que se les podía hacer cualquier cosa; como esclavizarlos o violar sistemáticamente a sus mujeres. Cosa prohibida frente a «gentes del libro», como cristianos asirios, kurdos sunitas, árabes chiitas o judíos. Según los yihadistas, la sharia decía claramente que a estos se los podía matar pero respetando el «honor» de sus esposas e hijas.
«Se han llevado a más de 300 como esclavas sexuales -me explican Amir Balier Ismail y Ez-Aldeen Rasho, dos trabajadores del hospital de Sinjar-. Se las intercambian entre los yihadistas o las venden en Raqqa, Tal Afar o Mosul». El horror se agazapa en un cuarto con dos estancias separadas por un biombo; «Trajeron aquí a las mujeres jóvenes, muchas de ellas niñas. Primero las maquillaban y vestían -susurra Ez-Aldeen Rashoo- (mientras habla me muestra una serie de tétricos vestidos y una cesta llena de coronas de flores de plástico); a este lado del biombo un imán las casaba y después las violaban en esta cama. Los yihadistas las cogieron como botín de guerra y hacen con ellas lo que quieren. Y ya ves qué hipocresía, las casan primero para santificar lo que no es sino una violación».
Al Qayyarah es famosa por su base aérea y sus pozos petrolíferos. En agosto de 2016, estos últimos fueron retomados por la coalición. Ante el avance de sus enemigos, el Estado Islámico decidió destruirlos con explosivos. En un principio para entorpecer con el humo los ataques aéreos, como hiciera Saddam Hussein en Bagdad en 2003. Pero después, se trató simplemente de una estrategia de tierra quemada. Veinte de los cincuenta pozos de la región ardieron durante semanas, envenenando con sus vapores venenosos los campos circundantes.
Equipos de bomberos, mecánicos e ingenieros de todo el país trataron de impedirlo dejándose la salud por el camino, como los liquidadores de Chernobyl. Los niños del pueblo jugaban sobre escombros negruzcos, tiznadas sus caras de ponzoña. Sonreían sucios y mostraban sus armas de madera, porque la guerra era su realidad y su juego. En torno al pozo los caseríos estaban abandonados; los tractores seguían en las cocheras y los enseres en las mesas como si sus habitantes se hubieran volatilizado. En Al Qayyarah los testimonios eran tan numerosos como repetitivos; todos los habitantes con los que hablamos habían tenido que hospitalizar familiares por afecciones pulmonares. «El agua -decían- no se puede beber». Tenían que tirar con la que ejército y ONGs traen de otras partes.
La gran ofensiva para acabar con el Califato en Irak llegó en otoño de 2016. El 24 de febrero de 2016 un ejército combinado de unos 100.000 peshmerga kurdos, soldados iraquíes, y milicianos chiitas Hasdh al Saabhi, apoyados por la aviación y los cuerpos especiales de una coalición de países liderados por EEUU, se lanzaron desde el sur y el este en dirección a Mosul.
Los primeros días, el avance fue fulminante. El Estado Islámico retrocedía en todas partes y se conformaba con fortificar su capital y contraatacar en frentes secundarios en clara estrategia de distracción. Los cuerpos de élite del ejército de Irak, las denominadas ISOF (Irak Special Operations Forces) llegaron a las afueras de Mosul en octubre de 2016. Los yihadistas hicieron honor a su ideología apocalíptica de culto a la muerte decididos a resistir hasta el final, como hicieran los nazis en Berlín en 1945. Su estrategia pasaba por el uso de suicidas y coches bomba, drones bomba, explosivos trampa (IEDS), fuego de mortero y de misiles Katyusha, uso de túneles y la acción móvil de un nutrido cuerpo de francotiradores, muchos de ellos chechenos.
Se ha demostrado también el uso masivo de civiles como escudos humanos, en una ciudad que nunca fue evacuada por la imposibilidad de acoger a un millón y medio de personas, muchas de las cuales simpatizaban con el enemigo; y porque el Estado Islámico, además, prohibió a sus habitantes abandonarla bajo pena de decapitación. En noviembre del 2016 explotaban unos veinte coches bomba al día al paso de las columnas de humvees de la División Dorada, los cuerpos especiales de Irak. Toda la ciudad se convirtió en un campo de batalla que finalmente provocó 80.000 muertos y centenares de miles de refugiados. En la fotografía dos soldados de élite observan una explosión en Mosul.
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