miguel pérez
Sábado, 12 de noviembre 2022, 23:40
Las administraciones civil y militar ucranianas se instalaron ayer de nuevo en Jersón. La Policía comenzó a patrullar otra vez por la ciudad. Por la tarde, grupos dispersos de vecinos –los escasos resistentes que se han quedado en esta urbe antaño habitada por más de ... 200.000 personas– todavía festejaban la llegada del Ejército de Kiev, recibido el viernes con abrumadoras muestras de júbilo mientras los rusos se instalaban al otro lado del río Dniéper, tan cerca unos de otros que podían contemplarse mutuamente en su recogijo y su espartana seriedad.
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La primera misión de los policías es un viaje a la infinita tristeza. La nueva autoridad de la ciudad explicó ayer que consiste en buscar cadáveres torturados o con señales de ejecución sumaria. Son los responsables de poner en manos de la Fiscalía los posibles crímenes de guerra cometidos por los soldados rusos contra los civiles de este enclave ocupado durante ocho meses. Todavía no se ha abierto la puerta del infierno. Pero está próxima. Los ucranianos temen encontrar fosas o cementerios improvisados como antes ha sucedido en Bucha o Liman. Los agentes buscan además a colaboradores de las fuerzas invasoras. Es probable que muchos móviles con mensajes o llamadas comprometidas estén enterrados o en el fondo del Dniéper.
Las escenas de la entrada en Jersón son las de una ciudad sojuzgada a la que han quitado la válvula de presión. Una mujer mayor entrega una cinta de munición de ametralladora a un grupo de soldados. Dice que se la arrebató a una unidad rusa que emplazó un puesto de tirador junto a su vivienda. Otra anciana recibe a su nieto a la puerta de su casa. Él es militar. Uno de los primeros en llegar. No sabía nada de ella desde el comienzo de la guerra. Los dos se abrazan en la puerta. Se arrodillan. Vuelven a abrazarse.
El vídeo ha sido colgado en la web de un periódico de Kiev. Abundan los reencuentros emocionantes, incluso alguna boda precipitada de novios a los que en su día separararon las balas, fotografías de júbilo tanto en Jersón como en Odesa y Kiev, donde decenas de ciudadanos tomaron la histórica plaza del Maidán en una fiesta. Ucrania entera celebra la reconquista del óblast aledaño al Dniéper como si hubiera ganado la guerra. Pero no. Apenas ha liberado el 25% de Jersón y un 3% de la región de Zaporia. «Esto es solo el comienzo, aunque tened por seguro que llegaremos a las mismísimas puertas de Rusia. Y llamaremos con fuerza», exclama un soldado apellidado Kazarya.
«No escriban que los rusos se fueron de Jersón. No es cierto. Se fueron porque no les dejamos otra opción», advierte Yurii Gudymenko, miembro de las fuerzas armadas nacionales. Y proclama que detrás de cada metro de terreno ganado a los invasores «hay vidas de soldados ucranianos. El sudor y las lágrimas de todos. Por cada metro pagamos un precio que no puede ser mayor», cuenta Gudymenko.
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«Estamos tratando de conseguir el regreso adecuado a la vida normal», explicó ayer Yaroslav Yanushevich, el nuevo jefe de la Administración regional. Su primera orden a la población civil ha sido instaurar el toque de queda entre las cinco de la tarde y las ocho de la mañana. En invierno oscurece pronto. Y tanto en el centro como en la periferia de la ciudad los rusos han destruido el sistema de suministro eléctrico antes de replegarse. Las autoridades advierten que es «muy peligroso» aventurarse así en las calles y los caminos ante el convencimiento de que han sido densamente minados por los invasores. «Nuestra tarea es garantizar la seguridad de sus vidas», señaló Yanushevich, antes de añadir una segunda orden a la población: «La posibilidad de salir y entrar a la ciudad estará limitada hasta que se tomen las medidas de desminado».
A diferencia de los desordenados desalojos protagonizados en Liman y otros enclaves reconquistados, los mandos militares admiten que el Ejército del Kremlin ha realizado en este caso un repliegue tácticamente notable. Las fuerzas ocupantes establecieron diferentes líneas de resistencia paralelas al frente y retrocedieron escalonadamente una por una hasta proceder al traslado a la orilla izquierda del río, como si del fuelle de un acordeón se tratase. Sobre el papel, una estrategia que parece sencilla, pero que ha significado la salida de 30.000 hombres y 5.000 piezas de equipo, entre ellas cientos de baterías de artillería. Ni un solo cañón ha quedado atrás abandonado.
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La clave del minado es el tiempo. Según el comando militar, los rusos han dispuesto de «muchísimas horas» para sembrar minuciosamente de trampas explosivas senderos, sótanos y apartamentos. De algunas localidades que dejaron con más prisa se han llegado a desenterrar 3.000 minas. Según estas fuentes, se tardarán días en despejar toda la ciudad, «quizá semanas». Y siempre que los enemigos no lancen sus obuses a través del río.
«Estamos muy contentos a pesar de todo». Olga habla así en una plaza en Jersón donde los ciudadanos agitan banderas ucranianas ante los periodistas. Se muestra segura de que los rusos «no volverán» y de que incluso «les echaremos de Ucrania», como ha dicho el presidente Volódimir Zelenski en una arenga en la que ha prometido hacer ondear la enseña nacional en Crimea.
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Olga vive con su familia. «Hemos soportado el miedo y el hambre», asevera allí cerca un hombre mayor. Su rechazo a formar parte de los más de 80.000 civiles evacuados por Moscú ahora le parece una decisión reconfortante. «Hemos esperado muchos meses a que llegara este momento».
Confía en que pronto todo será más normal, por mucho que Nataliya Chornenka, jefa del distrito de Korabelny, coincida con las autoridades regionales en que la situación humanitaria es «precaria». «No hay electricidad ni agua, ni conexiones de comunicación», dice, aunque reconoce que «todo el mundo» que en su momento huyó a otras regiones «nos llama ya para poder regresar a casa».
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Un sonido todavía recuerda a la guerra en medio de la euforia de la reconquista. Las sirenas antiaéreas sonaron ayer de nuevo ante lo que parecía un ataque similar al que mató a siete personas el día anterior en Mikolaiv. Los ucranianos son conscientes de que los enemigos están ahí enfrente, separados únicamente por el Dniéper, una lámina de agua con entre dos y veintitrés kilómetros de anchura que podía cruzarse por sendos puentes en Zaporiyia y Jersón. Este último ha dejado de existir. Volado presumiblemente por los demolicionistas rusos.
El frente ruso es más fácil de defender que de atacar. Resulta harto complicado atravesar el Dniéper en lanchas de asalto –de hecho, los ucranianos ya lo ha intentado sin éxito– y los aviones de combate se encuentran a tiro de las defensas antiaéreas. Moscú ha instalado una cabeza de puente fortificada. Puede bombardear Jersón y causar daños muy graves con artillería y drones.
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Nunca desde la II Guerra Mundial el Dniéper había sido el escenario bélico al que ahora parece abocado. Entonces se enfrentaron Rusia y el Ejército alemán de Hitler. Una de las batallas más grandes jamas vista por la Humanidad. Movilizó a cuatro millones de soldados en un frente de 1.400 kilómetros. Cientos de miles murieron en una fosa de agua. Los entonces soviéticos lograron poner en fuga a los nazis y recuperar Kiev. Hoy la historia es otra, pero los muertos siguen sembrando las orillas.
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