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Las islas de Cabo Verde se antojan un rincón propicio para cualquier confinamiento impuesto o, incluso, voluntario. «Es un país precioso, muy peculiar porque forma parte de ese pedazo de África que habla portugués, de bellas playas y abundantes montañas, con espacios frondosos y ... otros desérticos, y gran movimiento cultural», explica José Miguel Diéguez.
El pasado 25 de febrero, este oftalmólogo bilbaíno en periodo de excedencia llegó al archipiélago, convertido en una escala más de su periplo por el mundo. A mediados de marzo, sus amigos españoles le aconsejaban que no volviera a la península, ya azotada por el coronavirus. Pero el Covid-19 también alcanzó el paraíso. El 19 de marzo un turista británico dio positivo y, cinco días después, falleció. El estado de alarma se implantó de inmediato y el Edén se convirtió, súbitamente, en una ratonera.
La cuna de Cesária Évora parecía un refugio asequible para muchos jóvenes europeos, alojados en régimen de 'bed and breakfast' y que habían llegado durante aquellos días para practicar esnórquel, kitesurf o windsurf. «En cuestión de horas, la vida cambió», recuerda. «Todas las escuelas, playas y locales de ocio fueron clausurados, los aeropuertos dejaron de funcionar y los hoteles anunciaron que cerrarían en días». El miedo se apoderó de los turistas cuando los residentes les recomendaron salir de inmediato o buscar habitación en pueblos remotos, lejos de los centros urbanos. «Pronto, comenzamos a escuchar gritos y gestos de hostilidad hacia los chinos».
La ira de los nativos reflejaba fielmente la realidad de la región subsahariana, objetivo primordial de Pekín en los últimos años. El régimen oriental se ha interesado por los ricos caladeros locales y el turismo de alto standing. El empresario David Chow construye un ambicioso complejo que incluye resort, casino y galería comercial en la capital, Praia, y la comunidad asiática ha creado una red de bazares en la excolonia lusa. «La gente protestaba porque veinte chinos habían entrado recientemente sin ser sometidos al test», apunta, y señala que la existencia de tan sólo cinco respiradores en el único hospital acentuaba el descontento.
Esa atmósfera de hostilidad, evidente en las calles, fue atenuada por el despliegue del Ejército, pero la huida de los visitantes se volvió masiva. «Yo tenía un billete para viajar a Brasil con una aerolínea nacional, pero el vuelo fue cancelado», indica. «Llamé a la Embajada de España, que elaboraba una lista de afectados, pero no me incluyó, tan sólo me aconsejó que acudiera al aeropuerto de la isla principal, desde donde partiría un avión fletado por el Cabildo de Tenerife para repatriar a 33 becarios que participaban en un programa suspendido».
El caos ya se había apoderado de la terminal cuando Diéguez llegó. «Era algo surrealista porque los mostradores de facturación estaban vacíos y, a pesar del riesgo de contagio, la gente se agolpaba en las taquillas de las agencias intentando conseguir un billete», señala. «Se oían cosas que has visto en películas como que algunos decían que eran directores de hoteles o amigos íntimos de tal o cual embajador para reclamar atención. Todos estaban tan desesperados que les daba igual el destino y la mayoría de los rezagados obtuvo plaza en un vuelo que partía hacia Luxemburgo».
Mientras los visitantes pugnaban por salir de inmediato, el presidente de Cabo Verde reiteraba en televisión que el abastecimiento estaba garantizado. «Esa recurrencia me hizo pensar que iba a suceder todo lo contrario», deduce el médico bilbaíno. El país se vanagloria de su crecimiento económico y la disminución de la miseria del 49% al 26% a lo largo de la última década, pero ese progreso se sustenta sobre pies de barro. Mantiene una elevada deuda exterior, tan sólo cuenta con un 10% de suelo cultivable, porcentaje que se ha reducido tras una sequía que ya se dura tres años. «He visto pueblos completamente abandonados», advierte. «La población se alimenta con arroz importado desde Tailandia».
El bilbaíno consiguió acceder a un pasaje tras el cierre del 'checking' y aterrizó en Las Palmas el 22 de marzo. «Había plazas libres, no sé por qué tuve que pasar por todo aquello», lamenta. Desde entonces, ha permanecido en contacto con amigos caboverdianos y españoles residentes en las islas, caso del catalán Jordi Roca, propietario de un hostel en Mindelo, en la isla de Sao Vicente. El país cuenta con 67 positivos confirmados y tan sólo, oficialmente, un fallecido, aquel turista británico que desencadenó la aplicación de medidas restrictivas. «Dice que el confinamiento local se levantará el 2 de mayo si no se producen más casos, pero que la situación es más complicada en el resto del país y que en Praia, la capital, es posible que, antes, se ponga feo».
La expansión de la enfermedad no es ahora el principal problema de los caboverdianos. «La responsable del establecimiento me dice que hay tiendas abiertas, pero no dinero para comprar», alega. La crisis puede agravarse por la existencia de deportados provenientes de Estados Unidos, germen de pandillas similares a las maras, la disminución de las remesas del millón de inmigrantes y el colapso del turismo europeo. Como sucede en otros paraísos afectados por la pandemia, el futuro inmediato del pequeño país insular que ni es un cabo, ni particularmente verde, permanece en el limbo.
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