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Una de las características de la crisis de refugiados desatada por la invasión de Ucrania es que los que llegan a territorio de la UE son europeos. Así se sienten los ucranianos que huyen del horror de la guerra y de este modo los percibimos ... los que nos aprestamos a recibirlos. La Unión y sus Estados miembros han reaccionado con una celeridad inusitada ante dicha avalancha desde su frontera del Este, que pronto puede sumar la cifra de seis millones de desplazados, en su gran mayoría mujeres y niños. Tanto las medidas gubernamentales tomadas de inmediato como la reacción ciudadana muy positiva no tienen nada que ver con lo que vivimos en 2015, cuando se produjo la anterior crisis de refugiados, muchos provenientes de Siria, Libia y Afganistán. El miedo al extranjero fue la pauta dominante entonces. La Unión se partió en dos, una clarísima brecha Este-Oeste.
Angela Merkel era muy consciente de que la Unión tiene un problema demográfico grave y necesita abrirse a la llegada de inmigrantes durante muchos años. Al mismo tiempo, pensaba que disponemos de capacidades para conseguir la integración social de los refugiados. La canciller tuvo el acierto de ser la nota discordante y pidió acogerlos con generosidad, señalando nuestra humanidad en común. Su razonamiento prioritario era moral, basado en respetar la dignidad humana, con independencia de su país de origen, religión o cultura. Casi pierde las elecciones por esta decisión, criticada abiertamente en su propio partido, que fue además el combustible para el crecimiento de la extrema derecha.
Ahora, los ucranianos resultan más cercanos y han concitado el consenso de los Veintisiete, incluidos Polonia y Hugría. De hecho, la sociedad polaca se vuelca con los recién llegados, un gesto que les vuelve a conectar con los mejores valores europeos. Los ucranianos además cuentan ya con comunidades extensas en algunos países comunitarios, España entre otros. Nadie sabe cuánto tiempo pueden quedarse en nuestros países. La Directiva de protección temporal, activada por primera vez, les reconoce derechos esenciales, pero todo dependerá de cómo evolucione la contienda y la situación política que emerja a continuación.
Solo el Reino Unido, empeñado tras el Brexit en controlar férreamente la inmigración, ha tardado en abrir las puertas a los nuevos refugiados. Finalmente lo empieza a hacer, ante el clamor ciudadano que exigía este ejercicio de solidaridad. El aprendizaje europeo que hemos comenzado nos invita a definir una política común de inmigración y asilo. Debería servir no solo para el caso urgente de Ucrania, sino para los desplazamientos futuros de millones de personas provocados por la globalización y sus tensiones.
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