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En los primeros días de marzo Julia Volodymyrivna subió a su hijo de 11 años en un tren que partía de Zaporiya con destino a la frontera con Eslovaquia. El pequeño emprendía en solitario un viaje de 1200 kilómetros con una bolsa de plástico, el pasaporte y un número de teléfono escrito en la mano. Llegó sano y salvo y se convirtió en un símbolo y en uno más de los millones de los niños desplazados por invasión rusa de Ucrania.
El mundo está, según Unicef, ante «uno de los éxodos infantiles más grandes y rápidos desde la II Guerra Mundial». Más de la mitad de los menores ucranianos ha tenido que abandonar su hogar desde el 24 de febrero. Son 4,8 millones de críos los que se han visto obligados a escapar... hasta el momento. De ellos, alrededor de dos millones han llegado a países fronterizos, muchos caminando durante horas de la mano de sus madres. El resto se ha quedado en Ucrania. Allí, se refugian en zonas a las que no ha llegado lo peor de la guerra, pero la situación de muchos otros es incierta o directamente dramática. La ONU ha confirmado la muerte de 153 críos, pero las autoridades ucranianas aseguran que han más de 202 han sido asesinados.
El número de heridos es incierto. Naciones Unidas ha verificado 246, pero los testimonios que llegan desde los centros sanitarios dan una idea de que lo que puede estar pasando más grave aún. En el hospital pediátrico de Zaporiyia, la agencia de noticias AFP ha tendio acceso a algunos de los afectados. Allí está ingresada Milena, de 13 años, herida cuando intentaba salir de Mariúpol con su familia. El coche en el que viajaban llevaba escrita la palabra 'niños', aumque el aviso no sirvió de mucho. Según recuerda la madre de la adolescente, que se retuerce de dolor por las heridas, una bala le atravesó el cuello y le dañó la boca, la lengua y varias vértebras. La mujer, sentada al lado de la cama de su hija, recuerda que fueron los mismos soldados rusos que les dispararon quienes la llevaron al hospital. Los médicos dicen que Milena se recuperará.
En la misma habitación se encuentra Vladislav, de cinco años. Su familia también trataba de abandonar Mariúpol, la ciudad al borde del mar de Azov símbolo de la destrucción y las penurias de la guerra. Llevaban desde el inicio de los ataques a la espera de una oportunidad para dejar atrás el sótano en el que se refugiaban de los bombardeos. Su intención era llegar a Polohi, su aldea de origen. No era un viaje largo porque se ubica a medio camino entre la urbe costera y Zaporiyia, pero el corredor humanitario saltó por los aires cuando las tropas ocupantes empezaron a dispararles.
Todos resultaron gravemente heridos. Vladislav recibió un disparo en el abdomen. Conectado a un respirador, los médicos temen que no sobreviva. «Tenemos niños con lesiones en la cabeza, amputaciones, abdominales perforados y fracturas óseas», cuenta Yuri Borzenko, médico jefe del hospital. «Creo que nadie querría ver lo que nosotros vemos», dice abatido.
En el sótano del hospital pediátrico, donde se ha tenido que reubicar la unidad de ciudados intensivos y neonatales, está Misha. Los combates han truncado su pequeña existencia casi antes de que pudiese abrir los ojos. Nació hace dos semanas en Tokmak, ahora controlada por las fuerzas rusas y situada al sur de Zaporiyia. Bajo asedio, el parto fue complicado y requirió unos cuidados que su madre no pudo recibir. El bebé se quedó sin oxígeno demasiado tiempo lo que le ha dejado secuelas cerebrales insuperables que, de salir adelante, marcarán su vida para siempre.
Peter Walsh, director de Save the Children en el país atacado, alerta de que en algunas ciudades –Mariúpol y Chernígov entre ellas–, la situación es muy crítica. «Creemos que miles menores no tienen posibilidad de acceder a los alimentos y al agua y esto solo puede ir a peor». Si asumir la invasión es duro para los adultos, más lo es para los críos, que sin entender porqué se ven obligados a dejar atrás a padres, hermanos mayores, abuelos, amiguitos, juguetes y sobretodo, su seguridad. Se enfrentan demasiado pronto «a graves traumas psicológicos», –reconoce Walsh– causados por una realidad que ha vuelto su mundo del revés. Así lo reflejan sus dibujos, recopilados por dos proyectos solidarios: 'Mom, I see war-Mamá, veo la guerra' y 'UAKids Today'.
Yaroslava Antipina, que abandonó Kiev tras el inicio de la guerra y se refugió con su hijo de 19 años en el oeste del país, comenzó a contar su día en Twitter. Muchos de sus seguidores empezaron a enviarle, como respuesta, los dibujos de sus hijos. Con ellos ha creado la cuenta de Instagram @momiseewar en la que los cuelga. La idea es reunirlos en un collage que será subastado posteriormente como NFT, una especie de certificado digital de autenticidad que dará valor a la obra final, que será subastado a beneficio de los niños afectados por la invasión.
También el proyecto 'UAKids Today' busca reunir fondos para cubrir las necesidades de familias y brigadas de las Fuerzas Armadas ucranianas. Lo han puesto en marcha Artem y Anastasia Bykovets, padres de 2 niños (Sasha, de casi dos años y Sofía, de 6). Todos abandonaron su hogar en Kiev «cuando los aviones de combate comenzaron a sobrevolar nuestra casa». «Permitimos que los niños se llevaran solo 3 juguetes. Con lágrimas, Sofía se despidió de su habitación. Sabía lo que podía pasar», detallan en su web.
Para los peques pintar ha sido una terapia. «Nos dimos cuenta que esta es una oportunidad para que podamos ayudar a nuestros hijos en este momento tan difícil. La arteterapia les ayuda a sobrellevar sus emociones, a sacar la ansiedad y el miedo», describen. Y sí, sus dibujos, lo dicen todo.
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Abel Verano, Lidia Carvajal y Lidia Carvajal
Mikel Labastida y Leticia Aróstegui (diseño)
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