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Dos niños miran a través de la ventana, con la tristeza reflejada en sus rostros, en el tren que traslada a su familia desde Lviv en Ucrania a Polonia. AFP
Sentir la guerra

Sentir la guerra

«El otro día me vi en Ucrania». El periodista de El CORREO Robert Basic, impresionado por el éxodo de niños en la frontera con Polonia, recuerda su salida de una Sarajevo en guerra hace 30 años

Sábado, 5 de marzo 2022

El otro día me vi en Ucrania. Era yo, 30 años más joven, metido en el cuerpo de un adolescente que cruzaba la frontera con Polonia. Estaba solo, con su miedo y sus recuerdos, confiado en que pronto regresará a casa. Es lo que le habrán dicho sus padres, es lo que dicen los padres a sus hijos para convencerles de que la guerra durará poco y de que en nada volverán a juntarse. En realidad, no lo saben, pero les mienten para salvarles la vida. Seguramente tendrá a alguien en la parte noble de Europa, o tal vez no, pero lo que ahora mismo alimenta su esperanza es el sueño de un regreso próximo. En la mano derecha llevaba una bolsa de viaje, en la que con toda seguridad metería ropa, fotos -lo primero que salva uno de las llamas de la guerra junto a los documentos son las fotografías, pruebas de una existencia anterior y píldoras contra el olvido- y algo de comida. En el bolsillo de la chaqueta, azul, tendría los 'papeles' y probablemente parte de los ahorros de su familia, unos cientos de euros con los que gestionar su desamparo. Lo que aún no sabe mi yo ucraniano es que su vida nunca volverá a ser la misma, y que le mirarán diferente. Porque así se mira al refugiado, al menos hasta que deje de serlo. Si tiene suerte, solo será una condición puntual.

El chaval que vi en la tele cruzó la frontera polaca a pie. Buscaba rostros familiares en los que ver reflejado su miedo. Espejos en los que uno reconoce lo que es y lo que fue. Por lo menos ahora hay móviles e internet, que permiten conectar con un mundo evanescente, en el que pese a la lluvia de plomo sigue siendo posible escuchar la voz de padres y hermanos. No consuela, pero al menos alivia la sensación de tener la familia en el bolsillo. En 1992, tres décadas antes, yo salí de Sarajevo en un avión militar, sentado en el suelo y prácticamente a oscuras. Era un muchacho de vida acomodada con 300 marcos alemanes en el bolsillo y la convicción de que volvería pronto. «Serán dos o tres semanas», dijimos en casa. Las semanas se convirtieron en meses y los meses en años, tiempo que desangró Yugoslavia ante la impasible mirada de la comunidad internacional. En vez de apagar el fuego nos dieron gasolina. Hoguera de almas. El viento ha cambiado de dirección y el olor llega ahora de Ucrania.

No teníamos móviles los desgraciados que volábamos rumbo a ninguna parte, donde unos meses más tarde empecé a sacar algo de dinero jugando al balonmano y también al baloncesto, en la calle, un tres contra tres que a veces procuraba ingresos extra. Nuestro equipo estaba compuesto por los hijos de la guerra, un ejército de perdedores que a veces ganaban en la cancha. Sentaba bien ganar cualquier cosa bajo cielos ajenos. Recuerdo una Nochevieja en casa de alguien junto a mi amigo Aleksandar, un buen lateral izquierdo. Después de las campanadas, se me acercó, me abrazó y me dijo: «Hermano, ¿dónde coño estamos?». Reí. No le dije nada. Tampoco lo sabía.

Ahora la vida empieza en serio para el joven ucraniano, quien al menos conservará su identidad y pasaporte porque, esta vez sí, Europa se ha puesto enfrente del gigante ruso. Quiero pensar que el chaval tendrá alguna habilidad deportiva o académica que le permita mantener la cabeza en la superficie y respirar. Y también ocupada. Los días vacíos te llenan de veneno y te llevan a sitios donde es mejor no estar.

Dejar la vida atrás. Robert junto a sus amigos en Sarajevo.

Desamparo

Todavía recuerdo mi primera noche fuera, en casa de una tía, sin nada que hacer al día siguiente. Todos parecían iguales, huecos, sin sentido y con el único deseo de recuperar la vida perdida. Ver la tele y escuchar la radio solo contribuía a aumentar la desesperación, ya de por sí enorme, al igual que la incertidumbre. Tampoco sabía si los míos seguían vivos porque poco a poco las líneas telefónicas dejaron de funcionar. Iba donde los radioaficionados, que hacían auténticos milagros para tratar de poner en contacto a los desplazados con sus familias. A veces lo lograban y el sonido era horrible, aunque la voz de tu madre o de tu padre al otro lado del aparato constituía una prueba de vida que regalaba una paz instantánea. Supongamos que el joven ucraniano, vamos a llamarle Andriy, puede comunicarse con los suyos con regularidad. Les dirá que está bien, y ellos a él. A veces será verdad y otras no, pero tienen la oportunidad de mentir. Es mucho.

Cuando te obligan a marcharte a bombazos, la sensación de desamparo cala hasta los huesos. Al principio casi todo el mundo se vuelca en ayudarte, en ofrecerse para lo que haga falta, pero si el conflicto dura la paciencia se agota. Es entendible y normal. Notas que vives de prestado en sitios que no son tuyos, víctima de una guerra que no entiendes, que repudias y que te marca para siempre. Con el tiempo aprendes a desactivarla en tu interior, a dormirla, a hacer tu dolor crónico y muy soportable, orgulloso de que pese a todo jamás has caído en la tentación de odiar.

He cambiado 13 casas hasta encontrar de nuevo un hogar. Espero que Andriy, ahora asustado y perdido, con dudas razonables de si tenía que haber seguido con los suyos para defender lo suyo, haga lo mismo; tanto si vuelve a Ucrania como si decide quedarse en algún rincón de Europa. Si lo hace, que años después cuente a sus hijos alemanes, franceses, italianos, suecos o españoles que este verano van a ver a sus abuelos en Kiev. Yo lo hago. Tuve la suerte de fundirme en un abrazo con Euskadi. Se llama hogar.

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