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Lo de Erdogan no tiene nombre, o, mejor dicho, lo tiene y se llama abuso de poder y mentira continuada para despejar su futuro como ... nuevo Atatürk y ejercer un poder omnímodo al margen de cualquier signo democrático. Vive una buena época para ello ya que los autócratas de nuevo cuño se están asentando sin oposición en el planeta. El líder turco es un déspota que actúa sin ambages ni freno alguno, consciente de su fuerza y de la nula oposición que tiene en su país. Ya se ha encargado él de que no exista a lo largo de los últimos años, sobre todo desde el fantasmagórico conato de golpe de Estado que le sirvió para barrer del mapa político y social otomano cualquier atisbo de crítica y oposición.
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Ahora le toca al actual alcalde de Estambul y dirigente socialdemócrata (Partido Republicano del Pueblo), Ekrem Imamoglu, detenido por las fuerzas represivas del sátrapa otomano el pasado miércoles, junto con otros 106 opositores. Una investigación judicial 'dirigida' le acusa de corrupción, soborno y colaboración con grupos terroristas, en concreto con el PKK (Partido de los Trabajadores del Kurdistán).
El desenlace era previsible y no ha supuesto ninguna sorpresa ya que la Fiscalía, de Erdogan que no turca, ha seguido una hoja de ruta claramente prefijada deteniendo a decenas de alcaldes y alcaldesas elegidos en zonas kurdas (posteriormente sustituidos por adeptos al régimen) y a otros opositores a modo de distracción para cobrarse la pieza de caza mayor que ansiaba y que no es otra que Imamoglu. Cuando las encuestas daban al principal partido de la oposición posibilidades de victoria ha intervenido quien se considera intocable. Las cada vez mayores deficiencias de la democracia turca se acrecientan por el ejercicio del poder del régimen personalista del presidente que claramente manifiesta que el Estado, las instituciones, la Justicia y el derecho están en sus manos.
El control que el líder turco ejerce sobre el país es absoluto y ni las denuncias de golpe de Estado del resto de los partidos del espectro político otomano (CHP, el prokurdo DEM y el nacionalista IYI parti; segundo, tercero y quinto en el Parlamento); ni las frases grandilocuentes manifestando que es un duro golpe para la sociedad, la ciudadanía y la democracia; ni la claridad en la condena de antiguos colaboradores del presidente como Ali Babacan; ni las masivas manifestaciones en las universidades y en las calles de las principales ciudades turcas servirán, salvo sorpresa mayúscula, para que Erdogan recule. Más bien al contrario, acentuará la presión sobre cualquiera que como Imamoglu pueda hacerle sombra en unas elecciones, las de 2028, a las que sólo podrá presentarse si reforma la Constitución o si las convoca de forma anticipada. Además, ha elegido muy bien el momento. En una coyuntura geopolítica favorable, con el alto el fuego de las milicias kurdas, con su protagonismo en Siria, con su papel de testaferro de Europa en la cuestión migratoria y con la llegada de Donald Trump a la Casa Blanca, el presidente otomano se siente fuerte.
Erdogan es un peligro para su país, para su zona de influencia (que se lo digan a los armenios) y, a la larga, para todo el planeta. De nimiedades han surgido conflictos que desembocaron en verdaderas catástrofes.
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