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Afines al presidente saliente, con banderas y uniformes confederados, en una marcha en la capital. afp

Vosotros, el Pueblo

Análisis ·

En EE UU también podía pasar. El populismo deriva en los mismos resultados incluso en la primera potencia mundial

Antonio Rivera

Catedrático de Historia Contemporánea de la UPV/ EHU

Domingo, 10 de enero 2021, 01:35

Mi imagen del asalto al Capitolio es la del rubito que se lleva a casa el atril desde el que habla Nancy Pelosi, presidenta del Congreso. Detrás hay dos grandes lienzos románticos con escenas históricas del origen de su país. Cualquiera de los individuos que ... aparecen retratados en ellos habría disparado su fusil contra nuestro forajido, sobre todo por su desprecio a la institución. Aquellos padres fundadores de la nación americana eran revolucionarios temerosos de lo que se puede hacer con el poder, y por eso conservadores en su tratamiento, institucionales. El pueblo proporcionaba la inicial legitimidad revolucionaria, opuesta a la de los divinos reyes, pero a partir de ahí debía volver a su lugar y dejar funcionar al sistema político. Entonces el politólogo de moda era John Locke, padre de nuestra democracia representativa, la liberal. Pero Locke tenía críticos. Uno fue Jean-Jacques Rousseau, con una idea de la democracia diferente. Para él, el pueblo no podía ser representado, sino que debía ejercer el poder de continuo, en una democracia directa inagotable. O, si acaso, debía estar a la expectativa, soplando la nuca a sus eventuales representantes. Si no, avisaba, aquello sería una estafa y el pueblo resultaría engañado.

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Tras dos siglos de moda Locke, vivimos la de Rousseau, «el siglo de los populismos» (P. Rosanvallon). Los hay de todo color porque no son una ideología, sino una manera de hacer política. Pero todos se soportan en las ideas del gabacho: la existencia de una voluntad general que el pueblo reconoce naturalmente con su virtud cuando no resigna en manos de políticos su compromiso con lo común. La política como democracia no mediada, que puede dar lugar a caudillismos en los que el líder carismático habla directamente con el Pueblo (así, con mayúsculas), sin partidos ni políticos profesionales que acaban trabajando para sí. O el gusto por decidirlo todo echándolo a votos, en lugar de la cansina democracia deliberativa. El Pueblo como lo opuesto a la élite, donde entra el desfavorecido, el activista o el de raza pura, depende de qué populismo manejemos. Cada uno determina quién es el pueblo, pero siempre lo ve como la inmensa mayoría contra el perverso uno por ciento.

Trump no es un conservador, ni siquiera un reaccionario, sino alguien que solo cree en su propio interés

La moda va acorde con los tiempos. La primera víctima de la actual crisis de representación es la confianza (en los políticos, en el sistema). La democracia es una creencia, no una ciencia; cuando se deja de creer en algo, se desploma. El tiempo es de emociones y estas se sacralizan por encima de lo racional. El fracaso personal o colectivo deriva en odio contra un impreciso 'otro' y los perdedores (ahora de la globalización) se echan en brazos de un supuesto ganador. Es «la lógica del resentimiento», repetida muchas veces en la historia (de Hitler a Trump), pero hoy al parecer respetable. También son malos tiempos para la verdad. Sigue sin existir, pero ahora se sospecha que es imposible llegar a un mínimo conocimiento de lo que ocurre. En la postmodernidad todo vale lo mismo; es decir, nada. Es más importante la impresión de la realidad que la realidad misma. Momento, entonces, para la mentira, las fakes, las falsas explicaciones sencillas, las conspiraciones, los universos paralelos o las afirmaciones que niega la misma realidad que contemplamos. También se duele el pluralismo social, y se prefiere la igualdad de un pueblo homogéneo (cada populismo el suyo: de origen, de clase, de aspecto, de proyecto).

La democracia está en peligro porque no es natural, sino un artificio humano. Lo está porque, ciertamente, quienes la han representado han cometido los suficientes errores y delitos como para que engorde el tropel de los desconfiados disconformes. Es también culpa de ellos. Antes que Chávez y que Maduro había unas élites de un color y de otro que se repartían impunemente Venezuela. Como ese hay otros muchos casos. El populismo llega a continuación, pero, lejos de arreglar nada, profundiza la herida. Hillary Clinton era la representación del uno por ciento, y muchos perdedores se echaron en manos de un hijo de papá con más dotes dramáticas que escrúpulos. El populismo necesita de una «ideología anfitriona» para connotarse, que en el caso de Trump ha sido el racismo, el machismo y el ultranacionalismo. Pero, como recordó George W. Bush, Trump no es un conservador y quizás ni siquiera un reaccionario; es otra cosa distinta porque no cree en nada que no sea su propio interés particular.

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Lo importante es que allí también podía pasar, que lo que se alimenta en cualquier lugar deriva en el mismo resultado, incluso sorteando mecanismos institucionales más depurados. La imagen de ese Pueblo asaltando su casa y saqueando sus bienes es también la de la todavía primera potencia mundial. Su efecto para los derechos humanos en el mundo será letal; no porque los Estados Unidos fueran su adalid, sino porque su tradición democrática y su armazón institucional (y su poder en el mundo) eran las referencias insorteables para quienes apuestan hoy por ese engendro de las democracias iliberales o, directamente, por el viejo autoritarismo. De manera que, siguiendo al cínico conservador Churchill, no nos cabe sino defender la democracia con uñas y dientes, porque no se trata de acabar con los males de unas instituciones representativas, sino de hacer que estas sean auténticamente representativas (Ch. Mouffe).

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