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La capital del turismo funerario
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Decenas de miles de hinduistas acuden todos los años a la ciudad sagrada para realizar el tránsito que garantiza la liberación de cuerpo y almaDecía Jorge Manrique que nuestras vidas son los ríos que van a dar en la mar, que es el morir. Pero en India, los desahuciados ... no esperan a que el Ganges se derrame en el Golfo de Bengala para despedirse de una existencia azarosa que les pesa; acuden al encuentro de sus aguas en Varanasi (Benarés), en el Estado de Uttar Pradesh, donde buscan lavar sus pecados, quedar en paz consigo mismos y escapar del ciclo de las reencarnaciones. En otras palabras, anhelan la liberación de cuerpo y alma. Y lo hacen por decenas de miles, mezclándose con los gurús, los sadhus y sus acólitos, una suerte de ascetas que han hecho de la renuncia el vehículo para contactar con la divinidad.
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Varanasi es la ciudad que mejor resume el espíritu de un país religioso hasta la médula. Hogar de Shiva, de Visnú, de Kali, diosa de la muerte... pero también de Buda, que a escasos kilómetros de aquí encontró la iluminación bajo un árbol que todavía se venera. Una corriente que ha disparado el interés por esta región y que corre paralelo a la construcción de nuevas rutas ferroviarias, de más y mejores carreteras, de una red de alojamientos obstinada en superarse o de un comercio que vá más allá de los telares confinados en el barrio musulmán.
Según la tradición, el río sagrado, que recorre 2.500 kilómetros entre las fuentes de Gangotri, en el Himalaya, y su desembocadura en el Índico, surgió de los cabellos de Ganga, la diosa del agua, y dibuja una línea invisible entre el mundo real y la fantasía, entre los vivos y los muertos, aquellos cuyas cenizas son entregadas a la corriente que en esta época del año discurre perezosa, pero que en cuanto lleguen los monzones correrá turbulenta, arrastrando consigo todo lo que nos hace impuros.
Son las 7 de la mañana y el sol crepita ya en el río, que desciende manso entre guedejas de niebla mientras nubes de palomas se lanzan en picado sobre las barcas de pescadores entre una sinfonía de chillidos. Sobre la orilla se levanta un paredón de edificaciones salpicado de antiguos palacios que sin duda vivieron tiempos mejores; de ashrams dedicados a la meditación, al yoga, a la medicina ayurvédica; de un sinfín de campamentos improvisados alrededor del dhuni -la llama que señala el camino de la salvación-, de puestos de frutos secos, de chai -el té con leche y cardamomo- o de flores que luego son lanzadas al Ganges en una secuencia ininterrumpida de ofrendas.
También los ghats, las gradas milenarias donde los devotos acuden a diario para lavar sus pecados. Hay 88 a lo largo de ese lienzo mastodóntico de piedra, el contrafuerte de una ciudad que existe desde hace 3.000 años, la más antigua habitada sin interrupción de la que se tiene noticia. Aquí se celebran también pujas y aartis, como se conoce a los rezos y ofrendas cuyo origen se remonta a los noche de los tiempos y que reúnen cada tarde a auténticas multitudes a su alrededor. Actos de adoración a la luz de unas palmatorias grandes como candelabros, que pretenden ser un vehículo de comunicación con los dioses. La cúspide del turismo religioso, venerada por sus rituales de purificación y sus crematorios.
Son estas construcciones las que provocan en el viajero el mayor choque cultural. Los dos principales de Varanasi son Harishchandra y Marikarnika, este último el más grande y el más caro, reservado a quienes quieran una despedida por todo lo alto. Es a este ghat donde nos dirigimos, tachonado de templos, de plataformas para el rezo que se elevan sobre el río, de escenarios improvisados donde los gurús imparten sus enseñanzas, y de pilas donde se amontonan toneladas de madera entre básculas de pesaje. La más cara, la de sándalo, reservada a las familias más pudientes, las que se pueden permitir despedir a un deudo quemando hasta 300 kilos en piras que arden durante horas, rodeadas de propios y de extraños. La madera llega allí en barcazas por el río, transportada a hombros por los 'doms', una subcasta de los intocables, encargados de que nunca falte el combustible que mantiene abierto este horno las 24 horas los 365 días del año.
El trasiego es constante y el olor no tarda en remover por dentro; una mezcla de podredumbre y de carne quemada, de flores y de especias, también de cabras y vacas ramoneando entre las basuras. El esposo de la difunta o el hijo mayor si el fallecido es varón son los encargados de dirigir la ceremonia (para la que tendrán primero que afeitarse la cabeza y vestir un lienzo blanco), mientras que la función de las mujeres se reduce a engalanar el cadáver, amortajado de blanco en el caso de ellos y de rojo en el de ellas. El cuerpo debe untarse con ghee, una manteca que facilita que el cuerpo arda.
Es entonces cuando la familia coloca al difunto sobre una parihuela de bambú y lo lleva a los ghats, ya sea en un carromato o incluso en la baca del coche, para sumergirlo en las aguas del río, donde es habitual ver a madres con sus hijos haciendo sus abluciones porque el ritual es sinónimo de purificación. También a 'aghoris', miembros de una secta adoradora de Shiva, considerados impuros por el resto de hinduistas por ser necrocaníbales, pero que en algunos sitios son venerados por considerar que su vida de renuncia les faculta para curar enfermedades. Sí, lo han entendido bien, comen los restos que no han quedado reducidos a cenizas.
Cuando la camilla se coloca al fin sobre la pira funeraria, cubriendo el cadáver hasta taparlo con más leña, y después de dar cuenta de la vida del fallecido y las circunstancias de su muerte, el maestro de ceremonias dará cinco vueltas a su alrededor -simboliza los cinco elementos: tierra, agua, fuego, viento y espíritu- y le prenderá fuego. Huelga decir que el espectáculo no es para estómagos delicados: el crepitar de la grasa, los fluidos corporales, los cráneos estallando... Al cabo de tres horas, la ceremonia ha concluido y la familia arroja las cenizas al Ganges, que las acoge en su seno. Y eso a pesar de que algunos tramos son lo más parecido a un sumidero. El río está sometido a unos niveles de contaminación brutales, lo que no parece disuadir al paisanaje de sumergirse en sus aguas. Más de 3.000 millones de litros de aguas residuales procedentes de colectores, de purines animales, de vertidos industriales, van a parar a su cauce todos los días después de atravesar grandes llanuras que concentran el 10% de la población mundial. Un desafío, este también, a la altura de los dioses.
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