PABLO M. DÍEZ
Sábado, 25 de agosto 2018, 16:22
Louiseto Torrillia era carne de cañón. Aunque su familia había conseguido que estudiara, las drogas le torcieron la vida en la adolescencia. Con tres condenas a prisión a sus espaldas, dos de menos de un año por consumir y otra de ocho por vender, era ... un «bala perdida». Y una bala, pero no precisamente perdida, le encontró. A sus 39 años, Louiseto cayó abatido el jueves de la semana pasada (día 16) en el Cementerio del Norte de Manila. Según la versión oficial, lo mató a tiros un policía que se había hecho pasar por drogadicto para que le vendiera una pastilla de «shabú». En tagalo, así se conoce a la barata metanfetamina que, quemada sobre papel de aluminio, inhalan cuatro millones de filipinos para aguantar sin dormir horas y horas de fiesta o trabajo.
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«Le había advertido del peligro y de que tenía que cambiar porque ya soy vieja y me queda poco tiempo, pero él siempre me decía que moriría antes. Parecía inevitable», se lamenta su madre, Cora Galang, ante su ataúd en el velatorio montado bajo dos carpas en plena calle. Como manda la tradición, allí se reúnen sus amigos, quienes comen, beben y ríen para despedirlo con una fiesta y juegan a las cartas para recaudar fondos con los que pagar los 30.000 pesos (500 euros) que cuesta el funeral.
Louiseto es una de las últimas víctimas de la sangrienta guerra contra las drogas que se libra en Filipinas. Desde que el presidente Rodrigo Duterte ganó las elecciones hace dos años con la promesa de acabar con la delincuencia que provoca el «shabú», la Policía ha matado a más de 4.400 sospechosos, la mayoría yonquis y camellos de poca monta. La explicación es siempre la misma: se resistieron a ser detenidos. A tan altísima cifra, que sale a una aterradora media de seis muertos por día, hay que sumar los más de 23.500 crímenes que la Policía no ha resuelto. Y que nunca resolverá porque muchos de ellos son cometidos por «escuadrones de la muerte» que, formados por policías o bajo su amparo, liquidan a los drogadictos para limpiar las calles. Curiosamente, siempre caen los mismos: los más pobres de los arrabales. Los traficantes, o quienes pueden pagar sobornos, se libran de ser eliminados, igual que los jóvenes de clase media y alta que toman «shabú» para salir de fiesta. Más que una guerra contra la droga, parece contra los pobres.
«Creo que prepararon un plan para matar a mi padre, porque él era muy listo y no iba a arriesgar su vida solo por los 360 pesos (6 euros) que llevaba en los bolsillos», duda de la versión oficial su hija mayor, Bernadette, de 20 años. Tras la separación de sus padres por la adicción de Louiseto, que le llevó a vender la televisión, el ventilador y la arrocera de la casa, ella era la única de los cuatro hermanos que mantenía el contacto y le ayudaba dándole dinero. «Aunque se lo entregaba a mi abuela Cora, que lo perdió todo en las apuestas y vive en la calle vendiendo flores, sabía que él acababa robándoselo», cuenta con amargura la joven. Traumatizada por las constantes peleas entre sus padres que vio de niña, al menos ha conseguido salir de esta espiral de miseria familiar y trabaja de contable en una fontanería. «Le había avisado de que iban a matarlo si seguía drogándose», recuerda Bernadette, aún conmocionada pese a esperarse que tendría un final tan trágico y, por desgracia, cada vez más común. El padre de una de sus compañeras de clase, que no tomaba drogas, también murió hace poco en un tiroteo, víctima colateral de esta «guerra sucia» que desangra al país. «La intención de Duterte de luchar contra la droga es buena, pero su campaña es tan violenta que está muriendo gente inocente», se queja Bernadette.
Tras separarse, su madre siguió el mismo camino que otros diez millones de filipinos, el 10 por ciento de la población de este archipiélago de 7.000 islas, y emigró en busca de una vida mejor. En su caso a Dubái, lejos de la delincuencia y la pobreza que asuelan a un país donde conviven los rascacielos con helipuertos para los ricos y las inmundas chabolas que pueblan los arrabales de Manila, donde los niños juegan descalzos sobre montañas de basura.
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En uno de ellos, irónicamente llamado Paradise Village (Pueblo Paraíso), vivía y murió el marinero Efrén Bondocoy, de 42 años. Con golpes en la cabeza, su cuerpo apareció el pasado día 4 en un muelle del puerto. «Le insistía en que no tomara drogas para que sus cuatro hijos no lo imitaran», recuerda contrariada su madre, Tidea Regalario, quien lo tuvo con solo 16 años. Ya viuda, la mujer tendrá que sacar ahora adelante a sus cuatro nietos, de entre ocho y 23 años, con los 500 pesos (ocho euros) que gana al día vendiendo helados con un carrito. Hacinados, los cuatro viven en un cuchitril de madera y plásticos por el que paga al mes mil pesos (16 euros). «Para luchar contra la droga, no hacen falta estos crímenes. Duterte no tiene compasión de la gente», protesta sin poder contener las lágrimas. Ajenos a su dolor, una pandilla de niños desharrapados revolotean entre risas atraídos por la presencia de un extranjero.
Cerca de allí, en otro barrio de chabolas, la misma liturgia se repite en el velatorio de Bernardo Operario, de 20 años. Mediano de ocho hermanos, fue asesinado el día 4 por dos hombres a cara descubierta que se lo llevaron de su grupo de amigos y lo apuñalaron en un descampado. «Antes de que llegara la Policía, le pedí a otro de mis hijos que comprobara sus bolsillos y solo llevaba 470 pesos (7,8 euros). Pero luego los agentes dijeron que tenía «shabú»… ¡Ellos mismos se lo pusieron!», denuncian sus padres, Carlos y Evangeline. A pesar de la muerte de su hijo, siguen apoyando la guerra contra la droga de Duterte «porque los yonquis no hacen nada bueno». «¡No como yo, que llevo 40 años trabajando y ni siquiera fumo!», exclama el padre, vendedor ambulante. Además de cuidar de sus hijos, uno de los cuales ya les ha dado un nieto, ahora tienen bajo su techo a Rosemarie, la novia de Bernardo, «viuda» con solo 16 años.
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Así se vive y se muere en los arrabales de Manila, donde Saldy Aspy ha perdido a 30 de sus amigos en los dos últimos años. «Trabajamos 20 horas al día descargando barcos y tomamos «shabú» para aguantar», se justifica el joven, cuyo nombre figura en la lista de drogadictos del «barangay» (barrio) porque ya ha estado en la cárcel. Tras haber visto a los «escuadrones de la muerte» entrar a tiros en las chabolas para cargarse a los yonquis y camellos, sabe que tiene los días contados: «Temo acabar como mis amigos, pero no tengo dinero para irme de aquí».
Además de yonquis y camellos de poca monta, en la «guerra sucia» contra la droga han caído víctimas colaterales que tuvieron la mala suerte de estar en el lugar equivocado en el momento más inoportuno. El caso más notorio es el de Kian De los Santos, asesinado en las redadas policiales que dejaron 81 muertos en Manila entre el 15 y el 18 de agosto del año pasado. Frente a la defensa propia que argumentaban los agentes, una grabación de las cámaras de seguridad reveló que el muchacho, de 17 años, había sido arrastrado hasta un callejón oscuro, donde le pegaron un tiro pese a suplicar que le dejaran marchar porque tenía un examen al día siguiente.
Los padres de Jhan Cyrell, que cumplió 18 años en junio y fue asesinado el 7 de julio, también piensan que fue tiroteado por error, ya que se encontraba con amigos que no consumían drogas. «Se acababan de hacer pruebas médicas para entrar en la Universidad y estaban limpios», explica abatido su padre, Florante Ignacio, quien entrenaba al baloncesto a sus amigos. A este funcionario del «barangay» (barrio) de Tinejeros le tocó recoger a su hijo con un balazo en la cabeza. «Como católico, estoy contra estos crímenes porque creo en el derecho a la vida y todo el mundo puede cambiar», declara con integridad antes de pedir «justicia, no venganza».
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