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dagoberto escorcia
Sábado, 30 de marzo 2019, 23:21
Muchos migrantes venezolanos están en calles de ciudades colombianas. Limpian cristales de coches u ofrecen caramelos o dulces a cambio de unos pesos. La mayoría lleva a sus niños pequeños en brazos. Dicen que algunos bebés son alquilados y usados como escudos para pedir la ... limosna. Algunas mujeres han sido inducidas a ejercer la prostitución. Lo máximo que pueden sumar los que piden son 25.000 pesos diarios (unos 8 euros). Con este dinero sobreviven.
Otros llegaron con la primera deportación que hizo Nicolás Maduro. Son profesionales que lo perdieron todo y que mantienen vínculos familiares en su país. Poco a poco se han situado en Colombia. Ellos ayudan ahora a los más necesitados a conseguir papeles que les permiten no solo permanecer en territorio colombiano, sino también para que se beneficien de la Seguridad Social. Algunos son hijos de colombianos que se fueron a Venezuela en la época de la bonanza. Aquella Venezuela Saudí que hoy ya no existe. La Venezuela a la que iban los colombianos a trabajar porque entonces el bolívar era como el dólar de fuerte.
EL CORREO ha estado con algunos de estos ángeles de la guarda de sus compatriotas. Thailer Fiorillo, un abogado que vende comidas, nació en Caracas hace 45 años, tiene dos hijos, uno de 15 años y una niña de 11. Lo tenía todo en Turnero, en el Estado de Aragua. Acabó la carrera de Derecho y poseía un despacho, una casa y un par de camionetas. Llegó a Barranquilla (Colombia) hace cuatro años para estudiar el terreno laboral. No tenía la intención de emigrar. Pero en su país ya escaseaban los alimentos y las medicinas, y hasta el papel higiénico. Sus padres le aconsejaron que se fuera por su familia y no volviera. Maduro ya deportaba colombianos, cerraba las fronteras y la gente hablaba de violaciones, robos y asesinatos.
Estando en Barranquilla enfermó. Creía que tenía síntomas de infarto, pero era un ataque de vesícula que no le libró de una odisea personal: «No tenía derecho a un servicio de salud». Como abogado removió cielo y tierra, y llegó al alcalde de Barranquilla, Alejandro Char, que activó una ruta para que los venezolanos con problemas de salud pudieran ser atendidos. Sacó copias y repartió entre los venezolanos que conocía. Creó una cuenta en Instagram ('Venezolanos en Barranquilla') y comenzó a trabajar para la creación de una fundación ('Depanaquesí', un dicho de su país, que es como una afirmación sólida).
Thailer se convirtió en un salvador. A él se unieron otros compatriotas profesionales ya radicados que comenzaron a ayudar a la gente que dormían en parques y en unas carpas que había habilitado el distrito de Barranquilla. Es el caso de Darío Ariza, que nació en Caracas hace 42 años. Es graduado en Finanzas y Relaciones Internacionales, y docente en el departamento de Ciencias Económicas de la Universidad de Barranquilla. Él vino en los 90, cuando el mal empezaba a engendrarse en Venezuela: «Con la bonanza petrolera las diferencias sociales entre los ricos y los pobres se extendieron, caminamos directos hacia la corrupción y nació Chávez, un fenómeno populista, con programas para los más pobres y medidas perjudiciales para los que tenían la plata. Eso provocó la primera migración, en la segunda ya salieron profesionales cualificados. El fracaso económico por mal manejo administrativo apareció».
El análisis de Ariza es claro: «O te quedabas o vivías. Yo deseo volver algún día a mi patria, yo quiero que mi hija conozca la tierra de su padre. Yo no quiero morirme como Celia Cruz que se fue de este mundo en el exilio, sin volver a su Cuba natal».
Ariza también ayuda a los venezolanos emigrados a Barranquilla. Con su esposa tiene una tienda de Delicatessen y reparte entre sus compatriotas bocadillos y dulces. Dice que vive en un estado de esperanza pero compartido con la ansiedad. «Me he alejado de las redes sociales porque estoy saturado y no duermo pensando qué va a pasar. Tengo miedo a una intervención militar porque nos llevaría a una guerra. Tampoco creo en unas elecciones. Hay muchos escenarios y ninguno me gusta. Me preocupo de intentar enviar alimentos porque la plata apenas alcanza», sostiene.
Thailer y Darío ayudan a compatriotas como Génova Carolina Urbino, de 28 años. Llegó a Barranquilla hace año y medio. La recibió su ahora ya expareja. Mes y medio después regresó por su hijo, de 11 años, Ángel David. A los seis meses se separó porque su marido conoció a otra persona. Desesperada, sin amigos y sin tender adónde ir, conectó con la fundación creada por Fiorillo y encontró trabajo de lo suyo. Ella es especialista en manicura. Como todo venezolano que ha tenido que salir de su país le tocó empezar totalmente de cero. Lo dejó todo. Su familia, su hogar y su trabajo. «No fue fácil. Todo parecía un martirio. Estaba en otro país, no tenía trabajo ni casa ni dónde dormir. Me acostumbré a pan y agua. En el trabajo conocí a una señora que me regaló un sofá cama. Pude acomodarme en un apartamento con varios venezolanos, pero dejé de dormir en una colchoneta en el suelo».
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