Um militar vigila junto a un comercio en Nigeria ante la oleada de secuestros del grupo terrorista Boko Haram. afp

Nigeria, el país de todas las violencias

La creciente inestabilidad africana ya no se deja sentir sólo en las luchas por el poder, sino que se ceba en los ataques al sistema educativo

Lunes, 28 de diciembre 2020, 01:11

Nadie escapa de la violencia en África. Bastan tres ejemplos ayer mismo. El candidato opositor a la presidencia de Uganda Robert Kyagulanyi denunció cómo las fuerzas de seguridad mataron a uno de sus guardaespaldas al atropellarle deliberadamente con un vehículo mientras evacuaban a un periodista, ... herido de bala durante un asalto previo. En Centroáfrica, los cascos azules y el Ejército vigilaban el desarrollo de unos comicios presidenciales marcados por una coalición armada que amenazaba con desalojar a tiros al presidente, Faustin Archange Toudéra. Sólo en Níger los ciudadanos pudieron depositar su voto en calma en otras elecciones históricas, ya que por primera vez se produce un traspaso de gobierno pacífico.

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Pero si las urnas son un motivo frecuente de disturbios y guerras, en África Occidental preocupan cada vez más los ataques que tienen como blanco el sistema educativo. Los mercados al aire libre son blancos habituales de las bombas anónimas, las aldeas sufren 'razzias' y las escuelas, simplemente, se cierran. Más de 9.000 permanecen clausuradas, el triple que en 2017.

Ir a clase se ha convertido en una actividad de riesgo en Burkina Faso, Mali, Níger o Nigeria, donde a mediados de mes fueron liberados 300 estudiantes retenidos durante una semana por misteriosos captores. Hace seis años, otro contingente de alumnas fue secuestrado en Chibok, a 600 kilómetros, y aún hoy se ignora el paradero de un centenar.

La educación occidental está proscrita por el grupo radical Boko Haram, que teme la presunta subversión de valores que se produce en los colegios, el riesgo de la instrucción para poblaciones sometidas o el cuestionamiento del estatus de la mujer, reducida tradicionalmente al ámbito doméstico. Pero la insurrección islamista es tan sólo el último estrato dentro de una sucesión de conflictos que atenazan a Nigeria y el resto de los países del Sahel. La realidad es tan compleja que, a menudo, sus víctimas ni siquiera conocen a los victimarios. Se muere sin conocer razones ni inductores.

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El secuestro de la Escuela Secundaria ha golpeado a la opinión pública nigeriana, harta de que la democracia, recuperada hace veinte años, no logre consolidar un Estado de Derecho. El misterio que lo rodea supone una prueba más de esta atmósfera mafiosa que domina el territorio. Se apunta a los islamistas, pero su base de operaciones se halla lejos. En realidad, la guerra contra la milicia yihadista no constituye el epicentro del descontento, sino que es una más dentro del mosaico de agresiones a los derechos humanos.

Boko Haram teme la presunta subversión de valores en los colegios o la emancipación de la mujer

Bandidaje a gran escala

La violencia ancestral, la que se expande por toda la superficie del país, hunde sus raíces en la lucha por los recursos naturales. Nigeria, como sus vecinos septentrionales, sufre la creciente desertificación, el 'boom' demográfico y la falta de instituciones públicas que puedan gestionar problemas de tal magnitud. Su Ejército ni siquiera garantiza la seguridad de los ciudadanos y en las áreas rurales recurren con frecuencia a fuerzas paramilitares para obtener protección. Los problemas crecen. El conflicto entre ganaderos y agricultores por tierras y acuíferos se ha agudizado debido al cambio climático y, sobre todo, por el acceso a armamento sofisticado.

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El miedo se ha apoderado de vastas regiones por el bandidaje a gran escala e, incluso, tiene lugar operaciones de limpieza étnica. Tan sólo en Katsina, el Estado donde se ha llevado a cabo el secuestro masivo, 1.100 personas han muerto en ataques durante la primera mitad de 2020, según fuentes de Amnistía Internacional. Los pastores fulani disputan los medios a los agricultores hausa, dos grupos mayoritariamente musulmanes. La dimensión religiosa se impone más al sur, el corazón del país, conocido como Middle Belt, allí donde los ganaderos islámicos se enfrentan a granjeros de fe cristiana. El secuestro de Kankara tan sólo manifiesta una nueva vertiente de un viejo drama.

La clase política no reacciona, tan sólo se esfuerza en mantener el orden tradicional y privilegios de otra época. El islamismo radical y combatiente se ha beneficiado de este caldo de cultivo. Las corrientes extremistas llegaron en la década de los setenta y se beneficiaron de la política de 'laissez faire' de dictadores militares de religión musulmana y ética desprovista de toda fe. Desde entonces, la situación ha empeorado, provocando graves rupturas dentro de la sociedad nigeriana.

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Nigeria es el país más rico y desarrollado de la región, aunque todos participan de similares lastres. El panorama es desolador y los niños se convierten en herramienta de presión o en los últimos perjudicados. La insurrección yihadista ha desplazado a un millón de personas en Burkina Faso, 900 escuelas han sido clausuradas en Mali y 400.000 menores de Níger han perdido el acceso a un pupitre. Mueren y huyen a causa de una violencia múltiple, sin filiación, aparentemente piadosa y sencillamente obscena.

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