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Gerardo Elorriaga
Martes, 15 de agosto 2017, 01:44
En Kibera no resultó fácil conciliar el sueño la noche del pasado viernes. La Policía respondió con gas lacrimógeno a los jóvenes airados que protestaban por la proclamación oficial de la victoria de Uhuru Kenyatta. La atmósfera del lugar, ya habitualmente densa, se volvió especialmente ... irrespirable y los habitantes del mísero suburbio debieron abrir hoyos en las paredes de barro o cartón de sus hogares para airearlos.
Pero no todo el mundo lamentaba los resultados electorales. Mientras miembros de las comunidades de Olimpic, Makina o Ayani, de mayoría luo, quemaban llantas y apedreaban automóviles para manifestar su desacuerdo con la reelección del presidente, los residentes en Soweto y otras áreas del centro, de mayoría kikuyu, celebraban el triunfo de uno de los suyos.
Esa alegría se volvía rencor más al sur, en Shilanga o Lindi, la otra salida del ‘slum’, también habitada por seguidores del derrotado Raila Odinga. La parroquia de Cristo Rey se halla en el corazón de uno de los más grandes, populosos y conocidos de África. «Estamos en la zona favorable al Gobierno, pero los accesos del barrio se encuentran en el territorio de quienes se sienten engañados», advierte el padre Carlos Domingo May Correa. «La situación es muy difícil».
Helicópteros sobrevuelan el arrabal y, hasta ahora, las fuerzas militares han impedido que jóvenes armados de etnia luo penetren en las calles de sus rivales. «Los kikuyus han asegurado que no atacarán, pero también que se defenderán». Hace diez años, los choques poselectorales dejaron decenas de víctimas.
Este sacerdote mexicano pertenece a la congregación Misioneros de Guadalupe, presente en el país africano desde hace más de medio siglo. Su intensa labor de promoción social está apoyada por la entidad española Manos Unidas. El religioso defiende una visión menos conflictiva de la que difunden los medios de comunicación. «La gente es pacífica, sus moradores viven en paz y se matan por 200 chelines (menos de dos euros)», explica.
La aparente contradicción se explica por los intereses que rentabilizan convenientemente las frustraciones de los moradores. «Los manifestantes están pagados por cierta gente importante», alega. «Son jóvenes manipulables, borrachos o drogados. Esa manera de brincar, como si estuvieran en una fiesta, demuestra su estado».
Las mafias controlan y explotan a los vecinos de Kibera. Las bandas de los ‘mungiki’ kikuyus o los ‘talibanes’ luo venden el agua y demás servicios. «Construimos un salón para la escuela y para introducir el material tuvimos que entregar dinero a grupos de jóvenes porque si no amenazaban con quemar el camión», indica el misionero y explica sus prácticas mafiosas. «Llegaron a ofrecernos seguridad por 10.000 chelines mensuales, unos 80 euros».
El barrio, situado en el centro de la capital keniana, reúne a emigrantes de todas las tribus, divididos por fronteras imaginarias. «Se reparte en trece zonas y cada una tiene una etnia predominante». Su enorme densidad responde, en última instancia, a la ruina de la agricultura keniana. «Los campesinos están mal remunerados y vienen a trabajar a la ciudad y sobrevivir pagando rentas bajas para ahorrar. Los últimos domingos de mes se suelen ir a su tierra para llevar el dinero ahorrado».
La integración étnica constituye el gran reto del país africano, con más de 40 tribus y 48 millones de habitantes. «Es tan importante que no entiendo cómo no están trabajando todas las instituciones en su consecución», lamenta y menciona también, como otros problemas graves, la injusta distribución de los recursos. El 45% de la población subsiste bajo el umbral de la miseria. «Unos pocos ganan mucho y otros muchos, poco o nada». Se ha invertido en infraestructuras pero, a su juicio, la falta de trabajo y la inmensa corrupción es una lacra que incumbe a propios y extraños.
«Gran culpa de lo que pasa en este país recae en los extranjeros», aduce y apunta el negocio de la cooperación al desarrollo. «En Kibera tenemos cientos de ONG y el 70% son, en realidad, empresas privadas, familiares, formadas por el padre, la madres y los hijos, que trabajan en su propio beneficio no en el desarrollo de la gente. Redactan un proyecto impresionante y los donantes envían el dinero sin saber realmente a quién va».
Las ayudas se han convertido en una importante fuente de ingresos para la Administración. «Si fuéramos serios, habríamos conseguido el desarrollo hace tiempo», lamenta y da cuenta de esos trucos que dilapidan los fondos. «Resulta más rentable organizar, por ejemplo, una conferencia para 100 jóvenes que asisten, aunque pasan el tiempo chateando con móviles mucho mejores que el mío, luego se les sirve una comida y les entregan 500 chelines».
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