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Toque de clarín con tintes de despedida, sin compaña de caja ni percusión en el remate. Y goteo de agua y color sobre la lámina de cartón que se deja caer sobre el caballete del estudio donde decide encerrarse el pintor y empapa la humedad ... de la creación que se le viene encima.
Entre esas cuatro paredes que no saben del mundo, José Uríszar decidió calarse la montera, atarse los machos, envolverse en la capa y hacer el paseíllo para asomarse a uno de sus mundos que tanto le fascinan pero que se alejan día a día de la memoria de un país enredado en la polémica que responde a la evolución, no siempre bien interpretada y en ocasiones drástica con todo, de corta y rasga, ajena a los matices.
Como quiera que en Haro, donde pareció arraigar de nuevo de la mano de Amigos de Haro o de Toloharo, que tiraron para adelante para recuperar de la ruina el histórico coso de la ciudad, parece fuera de servicio y sin visos de regreso, al artista que vio la primera luz reflejada en las aguas del Ebro y se siente por ello de Briñas y de todas las ciudades que se asoman a su cauce, le ha dado por retratar todo lo que vio sobre el albero riojalteño para que nadie lo olvide. Pinta, en fin, para documentar y sentirse por unas horas aquello que siempre quiso y nunca pudo ser, confiesa entre trazo y trazo. «Me habría encantado ser torero», deja caer al tiempo que traza el reflejo de la luz sobre la espada de un brochazo certero. ¡Zas!
Esa frustrada pasión, tan desmesurada como la que siente por el mundo del vino y el mantel, por todos los paisajes sin distinción y fundamentalmente por la pintura en todas sus manifestaciones y formatos posibles, se resume ahora en veintidós tomas fotográficas que se encargarán de trasladar, a todo color, los toros de Haro a Madrid.
La colección se expondrá, desde el próximo día 22 del mes que corre como el rayo, en los salones del restaurante Antonio Quinta La Candela, al ladito mismo de Las Ventas, que es donde parece tener su mejor sitio. Eso sí, recuerda ceremonial el creador plástico en la invitación que abre la puerta de chiqueros. «Si el tiempo no lo impide y la autoridad lo permite».
La muestra de Uríszar, acostumbrado desde que formara parte del colectivo Abraham Zenete a remover el orden de las cosas para lograr que asienten mejor sobre el plano, parece ir más allá de lo evidente. Y hasta constituye, en pleno debate sobre la ‘fiesta’, todo un glosario de argumentos que invitan a abordarlo desde muchas perspectivas más, fuera del territorio de lo que se defiende y se sabe posición ganada.
Porque, más allá de la razonable defensa que se hace del animal y de su dignidad, el pintor plasma en sus acuarelas estampas que retratan el histórico relato de los toros en el coso taurino de Haro, donde parecieron difuminarse por completo el curso pasado, y descubren al mismo tiempo ese otro universo que parece ajeno al sufrimiento y la sangre, y alentó versos de García Lorca, Miguel Hernández, Antonio Machado, Rafael Alberti, Gerardo Diego y otros tantos poetas; o el pincel de pintores de la talla de Pablo Picasso y Francisco de Goya.
Basta con asomarse al arroyo donde el jarrero de Briñas hace abrevar a uno de sus morlacos, plácido y ausente; o al tránsito que hace la manada sobre el manto de flores que adorna el manto de la dehesa en la que curiosea desde la distancia; o a la mirada ajena del torero que pasa por el callejón junto a Miguel, alguacil en León; o al requiebro visual que retuerce las líneas del plano en la vista cenital de la camada en los corrales.
Basta con dejarse llevar por esa personalísima manifestación que nace de la captura que hace Uríszar de la escena en su retina para aceptar, si no se llega a entender, que en todo ese universo de requiebros, recortes, chicuelinas, derechazos, naturales, delantales, capotazos y retos a pecho descubierto hay algo místico que llega a enganchar cuando resopla de cerca, porque parece evidente que él se rinde a la fuerza y expresividad que transmite el choque brutal entre toro y torero sobre la arena, el vuelo rasante de la muleta, el pulso entre la vara del picador y la dinastía de un animal orgulloso y de casta.
A fin de cuentas, el arte de la pintura sólo sabe de sensaciones que se traducen en formas y colores, y añoran el equilibrio que conduce a la inmortalidad. Y en los ruedos hay infinidad de formas y colores. Basta con rastrearlos como hace José.
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