
El refugio de los Condes de Haro
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El complejo monacal fue levantado a iniciativa de Juan Velasco frente al palacio que los condestables construyeron en Casalarreinaroberto rivera
Domingo, 10 de octubre 2021, 00:17
La historia da muchas vueltas. Pero en ese interminable giro de acontecimientos que construye su relato se esconden secretos que ahora parecen incomprensibles y resultan, sin embargo, sorprendentemente razonables. Pongamos por caso el que parece escapar de las miradas más curiosas al fondo del Parque de la Florida y ayuda a entender los estrechos lazos que unen, desde hace siglos, a Casalarreina y Haro.
Allí es donde se levantan los muros del Monasterio de la Piedad, tocados por la gracia de un pórtico plateresco que se supone de Felipe Bigarny y se sabe, cuando menos, de sus colaboradores Juan de Balmaseda, Cristóbal de Forcia y Juan de Cabreros, y que constituye con sobradas razones uno de los elementos arquitectónicos más valiosos de toda la región.
Imposible entender su presencia sobre lo que parecía un despoblado al que se conocía como Naharrauri hasta el siglo XII, de no tener en cuenta que al otro lado ,y asomado a la ribera del Oja, se levantaba ufano el Palacio de los Condestables, hoy desplomado y a la espera de una restauración que lo devuelva a la vida que perdió por efecto de la ley de la gravedad y el desdén no hace demasiados años.
Éste era el refugio de los condes de Haro, en concreto de la rama de los Fernández de Velasco que alcanzó, con Pedro y de la mano del emperador Carlos V, la mayor cuota de poder al convertirse en condestable de Castilla y hombre de confianza del monarca, cuyos intereses defendió en el campo de batalla y en la administración de sus reinos como l resto de sus familiares. A él correspondió, de suyo, la capitanía de las tropas reales que acabaron con la revuelta comunera en Villalar. Curioso porque a ésta se habían sumado los nobles de la localidad jarrera, sin llegar a tener mayor repercusión el hecho por la intervención del propio conde, que aplacó al concejo, aseguran los historiadores, sin recurrir a las armas siquiera.
Que la familia encontrase en su palacio de Casalarreina, desmochado por orden de la corte cuando se advirtió que incorporaba a sus paños elementos almenados que consideraba la Cancillería de carácter defensivo, no debería entenderse como un desapego a la villa que daba nombre a su condado.
Los pagos de lo que se conoció como Naharrauri (villa de navarro) pertenecieron a la Abadía de Cañas porque se los cedió Aldonza Ruiz de Castro, viuda de Lope Díaz de Haro, en 1170; se reintegraron años después al alfoz jarrero; y sólo adquirieron identidad propia en 1671, año en el que Casalarreina se constituyó por fin como municipio independiente. Ambas poblaciones fueron, por lo tanto, lo mismo hasta entonces. Y los condestables lo entendieron así, aunque mostraron mayor preferencia por aquella, levantando sobre la huerta de la zona un complejo monacal que sorprende a propios extraños.
No sólo por la imponente construcción que se esconde dentro de sus muros y concluyó Íñigo Fernández de Velasco, haciendo realidad el proyecto de Juan Velasco tras obtener licencia para ello del Papa Julio II. También porque es uno de los elementos patrimoniales más valiosos de la Comunidad riojana y hasta del norte del país y, en incomprensible desequilibrio, uno de los más desconocidos, al mismo tiempo.
Fue en 1514 cuando se puso la primera piedra. En 1524 cuando se dio por concluido, de forma apresurada por falta de recursos económicos y premuras de tiempo. Isabel de Velasco, sobrina de don Íñigo, sería la primera abadesa de un convento regentado por la orden de las dominicas. Hoy en día es la ecuatoriana sor Marlén la que ocupa ese mismo cargo al frente de una comunidad que cuenta con una veintena de religiosas, muchas de ellas procedentes de Kenia, Mozambique y Ecuador, y que arrastra limitaciones que intentan paliar con la renta de sus tres hectáreas de huerta y la venta de repostería artesana, el fondo que pretenden reforzar ahora con la incorporación de un horno industrial.
Es el paso que tratan de dar para mantener un monumento nacional que presume de ser, con la Catedral de la Almudena de Madrid, el único inaugurado por un pontífice católico. El de la capital fue bendecido por Juan Pablo II; el riojano por Adriano VI, el hombre que dirigió los reinos de Carlos V como regente de Castilla y bajo el nombre de Adriano de Utrecht. Lo hizo cuando se dirigía, precisamente, a reclamar el trono de San Pedro, allá en 1522, dirigiéndose a su diócesis de Tortosa y haciendo posta en el convento de Casalarreina.
Presentarse frente al pórtico de la iglesia, reflejo de la fusión de estilos que convivían en aquella época (gótico y Reyes Católicos, fundamentalmente), al retablo del altar mayor que ilustran las tablas policromadas de Juan de Lumbier y Pedro de Fuentes, al sepulcro en jaspe de Juan Velasco en medio del crucero, a la celosía y enrejado que protegen la clausura del coro y el trascoro del templo o a las ocho puertas decoradas con toques plateresco y repartidas por el interior del complejo monacal es, sin duda, un regalo para los amantes al arte y la cultura, y todo un descubrimiento para quien se anima a adentrarse en su entramado.
También asomarse al cielo desde el claustro que levanta sus bóvedas sobre arcos que soportan la crucería en ménsulas decoradas con altorrelieves y motivos mitológicos, vegetales y animales. O a las cimas de la Demanda y la cúspide del San Lorenzo desde la galería de más de sesenta metros de longitud que mira al sur y presume de un artesonado singular. O a las melodías que se grabaron con tinta en los veintiocho cantorales de pergamino y papel que se conservan desde los siglos XVI y XVII. O a la sala capitular que sigue siendo el eje de la vida contemplativa que han elegido sus residentes para seguir creciendo desde el silencio.
Se recomienda hacer hueco en la agenda y aprovechar que el Ayuntamiento de la villa riojalteña apuesta de forma decida por reivindicar el mayor de sus tesoros, abriendo la mano para el concierto de visitas que ayuden a airearlo a los cuatro puntos cardinales. O de recuperar la programación de Clássica que hace resonar bajo las bóvedas de la iglesia lo mejor de la música antigua del contienen.
Pueden creerlo. Merece, y mucho, la pena.
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