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Cuesta rodar cuando el viento sopla de frente. Su freno es una zapata invisible que roza contra la llanta de la rueda sin chirriar, pero anclando cada pedalada para exigir un esfuerzo titánico en cada giro. Contra el silbo callado del aire, que eriza el ... perfil del llano para transformarlo en el ascenso a los cielos, alcanzar la meta constituye un reto titánico; lograrlo conduce a la gloria de quienes alcanzan, más que el éxito, la felicidad.
«Disfrutar haciendo que disfruten los demás». El objetivo que comparten Raúl Muñiz y Laura Gómez Valdubieco, encajando piezas y sueños, ayuda a entender qué mantiene en carrera a esta pareja. El primero desde el fogón y la cocina; ella desde la sala y la administración de un negocio que rompe con la lógica. El Restaurante Alboroque enriquece un poco más la oferta gastronómica de la ciudad jarrera, después de haber levantado el vuelo en Rivas de Tereso, donde dieron formato a una propuesta fundamentalmente suya, el resumen de dos polos de energía compatibles y, se demuestra ahora, realmente necesarios.
Asumieron el reto de retomar el hilo de su historia en un local que, desde la despedida del Banco Zaragozano, parece vulnerable a todo. En la esquina de la Plaza de la Paz con el arranque de la Vega, han tratado de adquirir forma cuatro negocios en cuatro años. Ahora, en plena crisis sanitaria y económica por la epidemia del coronavirus, el matrimonio se anima a abrir las puertas en tiempos revueltos.
«Y lo cierto es que el arranque ha sido muy bueno. Estamos muy contentos del balance de estas tres primeras semanas», reconoce el cocinero, que se formó en la Escuela de Laredo y creció entre pucheros con Luis Irízar y Arzak, en el Akelarre de Subijana y La Vieja Bodega de Ángel Pérez Aguilar, el Kursaal de Berasategui o el Casa Urola de Pablo Loureiro, antes de tomar su propio camino en La Bodega del Vino de la pedanía sonserrana. «Nos hace ilusión que la gente disfrute en este rinconcito» que regenta con Laura, «mi otra mano», confiesa.
Aunque reiniciar la actividad en el sector hostelero ha constituido, de forma global, toda una epopeya en la era del Covid-19. Y en el suyo, poner a rodar un nuevo proyecto supone todo un ejemplo. Casi una osadía.
Echen cuentas. El fontanero, el profesional que se encargó de rematar la adecuación llevada a cabo en el local, fulminó los últimos detalles del proyecto al tiempo que Raúl comenzaba a elaborar en la cocina para recuperar músculo y meterse en candela antes de Semana Santa. A mitad de marzo. Fue el día que Pedro Sánchez anunció desde la presidencia «el toque de queda» y la aplicación del estado de alarma.
La escalada al Mortirolo comenzaba entonces, sin apenas rodaje, sobre el papel. «Después de haber trabajado en Rivas y levantar un negocio que arrastraba muchas críticas, en una población con diez habitantes y un tanto apartada, y fuera de todas las rutas gastronómicas y enoturísticas, Laura y yo teníamos claro que cualquier sitio sería mejor. Y más en Haro y en plena Plaza de la Paz», aunque en esta apuesta se cruzase «la incertidumbre, no por la gestión del restaurante, sino por las restricciones de las que se hablaba cuando se inició la pandemia. Se decía que no podríamos abrir hasta diciembre y que se haría con un aforo reducido al 50 o al 60%».
Uno y otro, que huían de grandes salas para reducir su oferta a quince o veinte comensales para tener la garantía de «dar bien a los clientes y no a asumir un caos, porque lo fundamental de este proyecto es lograr que la gente se sienta bien y se vaya satisfecha, sintiéndose en casa», se topaban con la otra cara de la moneda, la que impone el pago de los créditos solicitados para afrontar la inversión realizada en la casilla de salida. «Te queda ese miedo, el de no saber cómo podrás hacer frente a los compromisos asumidos; nunca al trabajo».
Afortunadamente, Laura y Raúl han comenzado la travesía y ya han comprobado que, «a pesar de lo complicado que fue manejar los dos solos el restaurante en Rivas», la siembra demuestra que lograron «mucho más de lo que podía parecer en un primer momento. No sabíamos la clientela que teníamos en la zona, en veinte kilómetros a la redonda, hasta que hemos abierto y nos han vuelto a visitar».
El gancho de esta aventura contracorriente que lleva el nombre de la celebración que sigue al acuerdo de una operación de compra venta en la que ambas partes ganan, se adivina en una carta que apuesta por «el producto, por encima de todo; con su sello de identidad, sin enmascararlo». Sujeto, eso sí, a lo que pasa a su cocinero. A lo que ve en el mercado, a lo que imagina «tratando de unir las distancias entre la comida mediterránea y la oriental». A lo que surge en el momento preciso. «Hasta cuando te acuerdas de cosas que parecían olvidadas y te vuelven a la memoria».
«Cada cocinero tiene su propia cocina; no creo que haya, por ello, escuelas de cocina», afirma. Sí de gentes que tiran para delante sobre los cimientos del desastre. En el Alboroque, de suyo, se celebra cada día (salvo los lunes, por descanso semanal) que sus osados promotores no se han rendido.
13 de marzo. Ese día terminó el fontanero los últimos remates de la reforma del local y Pedro Sánchez anunciaba la entrada en vigor del estado de alarma y el confinamiento domiciliario del país.
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