El sábado una amiga me envió por Whatsapp ese anuncio de J&B del que ahora habla todo el mundo. Venía acompañado de un mensaje: «Me ha emocionado». Sensiblona como soy para este tipo de 'spots' navideños (ya sea el de la Lotería Nacional o ... el del turrón que te anima a volver a casa), me preparé mentalmente para el consabido nudo en la garganta y la lágrima a punto de caer (y no precisamente en la arena).

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Pero hete aquí que a medida que contemplaba las vicisitudes de ese abuelo de pueblo empeñado en aprender a maquillarse, algo dentro de mí me puso en guardia: «Oh, no -pensé- ya estamos otra vez con la doctrinilla...». Y se me activaron todas las defensas contra esa moralina pseudoprogre convertida últimamente en catecismo de obligado cumplimiento para todo aquel que no quiera arder eternamente en el infierno de los fachas. De manera que para cuando llegué a la escena en la que el abuelo maquilla al nieto trans en el cuarto de baño, en lugar de emocionarme deduje: «Aquí detrás hay un publicista oportunista que ha decidido darle una vuelta de tuerca a 'la chispa de la vida', como cuando te lanzan un mensaje anticapitalista y lo que te están vendiendo es Cocacola». Me pregunté también qué tendrá que ver el consumo de whisky con la aceptación familiar de una persona transgénero (¿acaso necesitan beber para asumirlo?). Y, ya puesta a criticar, me pareció cuestionable que en el anuncio se identifique lo femenino con la cosmética.

Pero ahora viene lo mejor. Hoy he vuelto a ver el 'spot' y esta vez me ha emocionado. Tanto que me han dado ganas de llamar a Álvaro (26 años) para decirle: «Estás invitada a mi mesa en Navidad. Te llamaré Ana aunque no te maquilles... Y lo más importante: tráete a tu abuelo».

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