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La visión de la reina Isabel II en ese balcón, tan mermadita ella, tan dulcemente abuelita, tan sombra de lo que fue, me ha traído a la memoria 'Cien años de soledad'. Y, en concreto, el personaje de Úrsula, cuya extremada vejez García Márquez describe ... así: «Poco a poco se fue reduciendo, fetizándose, momificándose en vida, hasta el punto de que en sus últimos meses era una ciruela pasa perdida dentro del camisón...». La longevidad es lo que tiene: te va devolviendo a la casilla de salida. Si vives lo suficiente, regresas invariablemente a la infancia. La vida en su recta final se curva hasta conseguir una existencia redonda. Y en ello está Isabel II. Parece «una anciana recién nacida», como decía García Márquez de Úrsula.
Y puede que el origen de su insondable fortuna (más de 400 millones de euros personales y más de 14.000 si se cuenta todo el patrimonio de la corona) no sea del todo limpio. Puede que su nombre haya aparecido en los 'Papeles del Paraíso' y que durante sus estancias en Kenia el cazador que la escoltaba llegara a cargarse a algún leopardo o elefante... ¿Pero a quién le importa eso ahora? ¿Quién puede sentirse ofendido o indignado con una criatura casi de dibujos animados que toma el té con el oso Paddington?
Isabel II ha cruzado esa frontera en la que la edad te transporta a la dimensión de los seres tiernos e inofensivos. Ella, como Paddington, ya es enteramente de peluche. Resulta menos amenazante incluso que su propio holograma. Se ha convertido en un símbolo viviente, un estandarte, un pendón (con perdón) que asomado a un balcón enardece a las masas. Tal vez nuestro rey emérito se haya precipitado. Debería haber esperado a volver ya nonagenario, convertido en un adorable ancianito... recién nacido.
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