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Al legendario género del cine negro ahora se le ha venido a sumar otro no menos intrigante: el del cine oscuro. Y no hablo del contenido, sino del continente, de ese cine en el que la acción transcurre a media luz o en penumbra. Vamos, ... que en la pantalla no se jipia un pijo... Por lo visto está de moda emular a Kubrick en 'Barry Lyndon'. Y cierto es que aquello de rodar a la luz de las velas supuso toda una hazaña, pero tampoco conviene pasarse, porque una cosa es evitar el chillón Technicolor de principios de los 50 y otra caer en el oscurantismo.
El domingo decidí perder la tarde viendo la última de James Bond. Iba bien pertrechada con mis lentillas graduadas de usar y tirar. Y, aun así, tuve que achinar los ojos varias veces para percibir los rasgos de mi admirado Ralph Fiennes. En la mayor parte de sus secuencias solo logré distinguirle media cara. Y tres cuartos de la calva. «¡M, no seas rata y enciende esa lámpara!», me dieron ganas de gritarle desde mi butaca. Porque aquello más que el despacho de un jefazo del MI6 parecía el reino de las tinieblas.
¿Habrá llegado la subida de la luz también a Hollywood? No lo sé, pero creo que de haber existido en la última de James Bond un fallo como el ocurrido en el rodaje de Alec Baldwin, entre la oscuridad y las constantes balaceras, allí no habría quedado en pie ni el apuntador. 'Sin tiempo para vivir' habría tenido que ser su título definitivo... Eso sí, como te digo una cosa te digo la otra: cuanto más se oscurecía la película, más se iba aclarando el alma de su protagonista, quien, ya próximo al 'The End', se trasmuta en una suerte de Michael Landon, el de 'La casa de la pradera', capaz de sacrificarlo todo por la familia. Quién te ha visto y quién te ve, 007... En fin, que vivimos tiempos de creciente oscuridad. Y tremenda moralina.
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