Está claro que para el veneno de un padre tóxico no existe antídoto. Ya puede el hijo vivir cien años o acudir a doscientos psicoanalistas, que morirá sin haber sido capaz de digerirlo. A Miguel Bosé no le tocó ser el hijo del Capitán Trueno, ... como pregona el título de sus inminentes memorias, sino algo peor, el hijo de Luis Miguel Dominguín: un mito viviente, un superhéroe de la época, un gladiador, un seductor, un macho ibérico, un torero.

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Pese a haberse convertido él mismo en padre y haber llegado ya a la edad de la jubilación, Bosé sigue sangrando por la herida. La estocada, quizás no mortal pero sí moral, que le asestó su progenitor en su más tierna infancia, no ha cicatrizado ni quizás lo haga nunca. En el adelanto de su nueva biografía, el cantante describe una relación paternofilial terrorífica, en la que un padre endiosado desprecia al hijo sensible, temeroso y debilucho... Con semejantes antecedentes familiares cuesta creer que Bosé no tenga su autoestima (como diría Woody Allen) «por debajo de la de Kafka». O tal vez en el fondo la tenga y esa seguridad en sí mismo de la que públicamente tantas veces ha hecho gala (hasta llegar a resultar pelín creído) sea una mera puesta en escena.

Cuando se ha tenido un padre que a los diez años te arrastró a un safari por África, que te llamaba nenaza si temblabas de fiebre por el paludismo, que estaba deseando que cumplieras los doce para darte el primer cigarrillo, que continuamente le gritaba a tu madre «¡Este niño va a ser maricón!» y que encima te llamaba Miguelón, lo menos que puedes ser de mayor es negacionista... La paradoja (y la condena) para Bosé es que él es capaz de negarlo todo, menos el padre que le tocó en suerte. Con Dominguín es 'afirmacionista'. Lo sigue teniendo vivo, aunque ya no exista.

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