Qué duro es divertirse!», sentenció una amiga mía con asombrosa lucidez cuando, al término de una salida nocturna, un grupo de jovenzuelos nos batíamos en retirada... Por aquellos tiempos divertirse era una opción. Hoy, sin embargo, yo diría que se está convirtiendo en un precepto ... de obligado cumplimiento. El que no se divierte (o lo intenta) es considerado por la 'sociedad en su conjunto' un marginado, un paria o, aún peor, un pringao que no se entera de qué va (nunca mejor dicho) la fiesta.

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Tengo la creciente sospecha de que los jóvenes de hoy viven sometidos a la tremenda presión de la jarana por decreto, que sufren, tal vez de una manera inconsciente, una especie de estrés competitivo en la olimpiada del desmadre. Como si algo los apremiara a sacar al Pocholo que llevan dentro. Lo cual quizás explique el rotundo éxito que ha tenido Halloween en todos los rincones del mundo. «Esto en mi país no lo veo, tenemos demasiado sentido del ridículo», les comenté, muy sobradita yo, a mis amigos de Filadelfia cuando en 1990 descubrí allí por primera vez el 'trick or treat' (y me disfracé de gato negro). En fin, menos mal que no me he metido a prescriptora de tendencias...

Treinta años después, Halloween se ha convertido en España en una 'tradición' casi comparable a los sanfermines. Algunos llevan celebrándola desde el jueves. Y esto lo mismo ocurre en Sevilla que en Seúl. Lo malo es que esa desesperación por pasarlo en grande puede acabar resultando un arma de destrucción masiva. Es la finísima línea que separa el jolgorio extremo de la tragedia. Me temo que hay tanta felicidad y alegría en algunas celebraciones masivas actuales como en la crispada cara del desquiciado Pocholo cada vez que grita: «¡¡¡Fiestaaaa!!!».

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