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Ayer por la mañana en mi clase de pilates la profesora de pronto soltó: «Concentraos bien en este ejercicio para que podáis tener una espalda como la de la reina Letizia». Y, claro, en lugar de concentrarnos en el ejercicio, nos pusimos todas a opinar ... a la vez; que aquello casi se convierte en un 'Sálvame'... Y yo (lo confieso), la peor de todas. Porque desde que vi la imagen de nuestra monarca entrando al Teatro Real con un vestido que dejaba al aire no ya una espalda, sino toda una clase de anatomía (con su trapecio, deltoides, dorsal ancho, redondo mayor e infraespinoso), me muero de ganas de comentarlo y, sobre todo, de saber qué piensan los demás al respecto.
Vaya por delante mi opinión: no soy partidaria. No me resulta agradable a la vista un escote trasero con las paletillas tan pronunciadas. Y no es envidia ni inquina ni ganas de criticar. Yo a la reina la veo estupenda en muchas ocasiones con otros atuendos. Incluso con este mismo, pero en su versión frontal. Tan claro lo tuve al contemplar ese llamativo escote (de dos romboides) que me senté a esperar la lluvia de críticas inevitable... Pero, hete aquí que, en lugar de reprobación, prácticamente solo he hallado alabanzas. La prensa internacional ha aplaudido de manera unánime la elegancia de esa tonificada 'espalda de acero' de la reina de España.
A estas alturas no sé si concluir que realmente he perdido el tren y me he quedado obsoleta en cuanto a tendencias estéticas o deducir que detrás de tantos parabienes se agazapa el mismo espíritu cortesano que en el famoso cuento de Andersen hizo que el pueblo alabara el traje invisible del emperador, hasta que un niño se atrevió a exclamar lo que en realidad todos sabían: que el emperador iba desnudo.
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