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En un viaje de trabajo a Miami... Sí, de trabajo (alguien tenía que preguntarles a Pierce Brosnan y Nieves Álvarez si habían sentido química en su rodaje del spot navideño de Freixenet), caminando por las calles de South Beach, una compañera de un diario catalán ( ... bastante catalanista) comenzó a criticar la obsesión de los yanquis con su bandera. «La ponen en todas partes, te la meten por los ojos», decía... Me quedé mirándola con una mezcla de incredulidad y ternura y le pregunté: «¿Pero no tienes tú la senyera permanentemente en tu balcón?». «Sí, pero no es lo mismo», se apresuró a contestar. «No es lo mismo, pero es igual», argumenté con sorna, parafraseando un verso de Silvio Rodríguez. Con el tiempo he aprendido que todo el que profesa una fe (nacionalismo incluido) siente una necesidad irreprimible de exhibir e incluso imponer sus sacrosantos símbolos pero tolera muy mal los ajenos. Me temo que esa profesora de catalán, que abandonó el aula ante la visión de una bandera española (ni Drácula ante un crucifijo), probablemente habría estado encantada con el despliegue de una bandera mallorquina, inspirada por cierto en la del reino de Aragón. Claro que también es probable que en ese caso los ofendidos hubieran sido sus alumnos, y los padres de esos alumnos. Y hasta puede que en las redes alguien los hubiera amenazado de muerte por sacrílegos. Tengo la sensación de que el mundo se está convirtiendo en un planeta de creyentes, gente de fe inquebrantable, cegada por su doctrina hasta la intransigencia y siempre presta a organizar una cruzada. Y los agnósticos integrales, esos que sentimos la patria, la religión o la ideología poco más de lo que Rambo sentía las piernas, somos una especie en extinción.
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