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El Festival de Jazz de Vitoria ha sido anfitrión a lo largo de los años de un gran número de cantantes. Entre las voces masculinas, han sonado las de John Hendricks o Solomon Burke, así como 'crooners' de la talla de Paul Anka o ... Tony Bennett. Todos ellos eran muy grandes, pero en la noche del jueves hubo todo un gigante sobre la tarima de Mendizorroza. Y ese fue Gregory Porter, posiblemente la mayor figura de la canción emparentada con el jazz que ha surgido en este siglo entre los hombres que han aspirado a ello.
Tiene una voz prodigiosa de barítono. Lo suyo le ha costado. No sólo hablamos de formación, escucha, elegancia y gusto en lo suyo, sino también de mucho trabajo, de años de lucha por un sueño que ahora comparte con la gente de todo el mundo. En el caso de Vitoria, le acompañaban saxo tenor, órgano, piano, contrabajo y batería. Él canta aparentemente sin esfuerzo alguno, pero se trata de magia, algo que no puede cuantificarse ni pesarse, ni medirse o formularse, pero que convierte en estrella a muy poca gente de la que tiene madera para planteárselo.
Este concepto requiere de una banda con mucha versatilidad en los registros, algo que no tiene sentido alguno si no se trabaja en función de la canción, más incluso que enfocados hacia el cantante. En este aspecto, unos cuidadísimos arreglos ayudan. El inconveniente es que tal vez supongan que el aspecto más jazzístico, en cuanto a improvisación, se quede un tanto fuera de la ecuación.
La presencia escénica de Porter, con sus casi dos metros y su corpulencia, parecían suavizarse con los tonos claros de su vestimenta, coronada como siempre por el pasamontañas negro y su gorra. Unos pantalones pitillo blancos y una chaqueta rosada de lino, sobre una camisa blanca con abotonadura negra y el cuello atado envolvían a quien bordó de sentimiento y gusto 'Take Me to the Alley', el tema que daba título a su segundo disco con el sello Blue Note (premiado con un Grammy).
La propuesta no tiene la potencia de la creación libre, todo está medido para dar un espectáculo de nivel muy alto, con un Porter que habla del espíritu del amor, de la música, de la paz, de la libertad, que ansía ser liberado. Pide palmas al ritmo del corazón y logra meter en canción a las manos del polideportivo a ritmo de soul gospelero, con 'Liquid Spirit' (el título de su primer pelotazo 'grammyficado'). Y de ahí a la balada, en el terreno más puramente 'crooner'.
En la banda destaca el estratosférico pianista Chip Crawford, pero tanto el saxo Tivon Pennicott como el hammond Ondrej Pivec o el batería Emanuel Harrold fueron muy aplaudidos. Mención especial para Jahmal Nichols, que en un gran solo de contrabajo lanzó guiños a 'Higher Ground'de Stevie Wonder o al riff de 'Smoke on the Water' de Deep Purple, para desembocar en 'Papa Was a Rolling Stone', todo un himno del soul-funk.
Entre los muchos momentos destacados, brilló con luz propia el delicado 'Mona Lisa' del repertorio de Nat King Cole. Este maestro no sólo lo ha sido en estilo y enfoque profesional, sino también en cuanto a elegancia y talante, como bien refleja Porter. Hubo mucha emoción en el solo de saxo, con pocas posibilidades de que a algún oyente no le pudiera gustar .
El vocalista invitó a dar palmas y a cantar al respetable –«you can join my band, you can join me»–, pero llegó más al público el estribillo de otro tema de Cole, el popular 'Quizás, quizás, quizás'. El final llegó con el 'Thank You' de Sly & the Family Stone con bajo eléctrico de 5 cuerdas y luego un slap de 'Come Together' a lo Marcus Miller. Un concierto elegante.
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