La belleza y el poder coquetean desde siempre. Y a menudo maridan. Es como si el poder necesitara un hermoso acompañamiento en su ostentación autoritaria y como si la belleza encontrara el mejor realce en el contacto con el poder. Esta relación, de sustrato ... fuertemente sexista, todavía condiciona nuestro imaginario. De ahí provienen príncipes azules, Cenicientas, Blancanieves, madrastras envidiosas, bellas durmientes, bestias enamoradas de bellas, sapos encantados… Ensoñación interclasista por excelencia, ha contribuido a hacernos creer que el príncipe puede tener una mirada embelesada hacia la súbdita y que esta, sin recursos ni educación, puede incorporarse al protocolo nobiliario con la única arma de su encanto. Para mayor fascinación, es un relato que no se queda en el ámbito de la ficción. Destiñe sobre la realidad envolviéndola en una tonalidad rosada. Dianas, Fabiolas, Sorayas, Ranias, Estefanías, Letizias, Melanias, Meghanes (la flamante esposa del príncipe Harry) contribuyen a mantener el mito de que allá arriba, en la cima del mundo, existe un deslumbrante destello.
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Carla Bruni participa de esta aureola. A su manera, ella también ha paseado su belleza por los más señoriales palacios. Y, aunque sus modales, un tanto informales, no lo den a entender, forma parte del selecto círculo de las 'muy importantes personas'. Está al tanto de algunos de los secretos de la política internacional de los últimos años. Puede, incluso, que haya visto de cerca el funcionamiento de los engranajes que realmente mueven el mundo. Su papel como primera dama de Francia, de alguna manera princesa de la República, la ha llevado a cenáculos donde se ha debatido la suerte de una parte del planeta. Pero Carla siempre lo ha llevado con despreocupado distanciamiento. A diferencia de otras 'princesas', la hemos visto menos identificada con su papel institucional. Sin despreciarlo, sin someterlo a escándalo, asumiéndolo con naturalidad un tanto indiferente. Como si no viviera en él ni de él.
Y es que era así. Carla Bruni venía de la belleza y en los años noventa formó parte de esa constelación de top models integrada por Claudia Schiffer, Cindy Crawford, Naomi Campbell, Linda Evangelista… Ella misma fue preferida de Versace o Lagerfeld. Pero, a diferencia de sus compañeras de pasarela, supo explorar otros ámbitos. Con facilidad y éxito inmediato, se hizo un lugar en la canción francesa. Algo tuvo que ver, sin duda, la educación familiar, orientada al mundo del arte, especialmente la música. Porque Carla, aunque destinada a princesa, nunca fue Cenicienta. Viene de familia acomodada y, sobre todo, culta.
Su música, siguiendo una rica tradición de 'chansonniers', forma parte de esa música susurrante que ha dado voces como Sylvie Vartan, France Gall, Marie Laforêt, Françoise Hardy, Jane Birkin… No es música de chorro y modulación virtuosa. Es música de murmurar al oído, más importante por lo que dice que por lo que grita. Las letras, escritas por ella en su mayoría, hablan de amor, mejor dicho, de atracción, casi de adicción sensual. Por eso suelen definirla como «cantante erótica». Pero no es cantante de jadeo o de descripción copulativa. Es cantante del descaro, de la transgresión ocurrente, de la caricia poética...
El encuentro con Sarkozy, que la llevará a una boda en el mismo Eliseo, se produce cuando ella está en lo más alto de su carrera. No entra, pues, en la corte como princesa desnuda, provista únicamente de su belleza. De hecho, en aquel momento la prensa francesa sostenía que el matrimonio beneficiaba en mayor medida la imagen del presidente de la República que la de Carla Bruni. Tras diez años de matrimonio, no parece que la unión obedeciera a ninguna estrategia. Ella se declara enamorada y asegura que ese hombre autoritario y manipulador, el pequeño Nicolás como lo llaman sus detractores, se mantiene admirativo a sus pies.
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Así que Carla Bruni ha estado, en cierta medida sigue estando, en las tres cumbres más altas del mundo, la de la belleza, la del poder y la del arte. Desde allí puede disfrutar de una perspectiva que muy pocos alcanzan. Lo hace con libertad, incluso, como ella misma dice, con libertinaje. Y con filosofía. «Nada fracasa tanto como el éxito», sostiene remedando a Chesterton. Una buena fórmula para ser feliz, a pesar de todos los triunfos.
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