Hay gente a la que le gusta tanto el Bilbao BBK Live que llega a cierta desconexión con la realidad. «¡Hasta me hace ilusión subir la cuesta!», le decía una chica a una amiga mientras enfilaba los diez minutos de pendiente (veinte para gente menos ... dotada) que llevan de la parada del bus a la entrada del recinto. También es verdad que ese entusiasmo desbordado forma parte de la esencia de los festivales, y ayer no había que irse demasiado lejos para comprobarlo. Bastaba charlar con las cinco primeras personas de la cola para darse cuenta de que los criterios racionales no siempre resultan aplicables a este particular universo.
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Danielle Dennis, Leanna Jansen, Ella Huner, Shannen McGrane y Ryn Sowder llamaban la atención no solo por ser las primeras ante la verja, que ya es un mérito en sí mismo, sino por sus atuendos fabulosos, con tiaras de flores unas y con lágrimas de sangre otras. Eran, digámoslo ya, fans fatales de Florence & The Machine ataviadas así en homenaje a la estrella y procedían de Canadá, EE UU (dos), Irlanda y el Reino Unido. «Nos conocemos por Florence, viajamos por el mundo viéndola. Hemos formado una familia de fans: es un estilo de vida», explicaban. «Mañana -añadían-, nos vamos a Suecia». Eso está muy bien, pero... ¿cómo pueden permitírselo? «Planificación y... bueno, no podemos en realidad, pero lo vamos haciendo».
- ¿Cuántas veces han visto en directo a Florence & The Machine?
- Yo la que más, 68.
- 56 para mí.
- Yo soy nueva, es mi novena vez, pero es porque estoy en la ruina.
A las cinco y cinco de la tarde, nada más abrirse las puertas, ya había frente al escenario principal treinta personas cuyo planazo era mantenerse allí hasta las once menos veinte de la noche, la hora de comienzo de Florence, impasibles a todo lo que fuese pasando por en medio. «Afortunadamente, hay cerveza», agradecía el ecuatoriano Estéfano Montalvo.
Y mira que ocurren cosas en cinco o seis horas de festival. El arranque de la tarde es el secreto mejor guardado del Bilbao BBK Live, cuando uno se siente el dueño de ese Kobetamendi que se despereza. En la carpa abrieron fuego los bilbaínos Txopet, un trío de rock que saca un partido asombroso al autotune. Diez minutos después, en el segundo escenario, los catalanes Alex Serra & Totidub crearon un ambiente de trance envolvente ideal para un atardecer en la playa, pero que tampoco estaba nada mal para una sobremesa en la montaña: ¡incluso invitaron a hacer una respiración profunda con sonido de grillos de fondo!
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El festival es un universo que se rige por sus propias leyes. A las seis y media ya había gente cenando, no se sabe si por influencia europea o por ahorrarse agobios después. Y a las ocho ya no quedaba más remedio que caminar por el recinto en zigzag, como partículas que evitan colisionar en el último momento, señal inequívoca de que se iba llenando.
En esas cinco o seis horas se pudo descubrir el perreo gótico con los chilenos FrioLento, gritar vivas a la Alhambra con Colectivo Da Silva, comprobar cómo suena Bad Gyal versionada al piano por Amaia (y también gritar goras a San Fermín con ella, cómo no), fascinarse con la gestualidad de la cantante de Dry Cleaning (que también se llama Florence) o ascender varios estadios de conciencia con la electrónica de M83, pese al recio chaparrón. Después vendría, por fin, Florence, y más tarde aún esos tesoros reservados a los más trasnochadores, como Arca. Hay gente a la que le cuesta mucho más decidirse a bajar la cuesta que subirla.
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