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A Iggy Pop le apodan 'el padrino del punk', pero, como suele ocurrir con todas las etiquetas de ese tipo, acaba siendo un resumen reduccionista e injusto. Por un lado, porque Iggy ha hecho a lo largo de su trayectoria muchas cosas que no tienen ... nada que ver con el punk, de modo que acabamos podando al personaje para que encaje en un estereotipo manejable. Por otro, aunque quizá sea el mismo hecho enfocado desde el otro extremo, porque la práctica totalidad de sus supuestos ahijados se quedan muy atrás, muy lejos de los logros que alcanzó Iggy en su momento de mayor creatividad. No necesita esa especie de relevancia retroactiva. El vocalista estadounidense, que tiene ya 76 años y será uno de los cabezas de cartel del próximo Azkena Rock Festival, puede presumir de discos de hace medio siglo que arrollan y apisonan al oyente con la misma fuerza que cuando se editaron.
Sí es verdad que el punk consiguió algo que parecía imposible: de forma más o menos automática, Iggy pasó de ser un fracasado a ser un mito, sin escalas intermedias, sin ningún hit global que justificase la súbita metamorfosis. A finales de los 70, de manera un poco inesperada, las tendencias del momento sintonizaron con aquel energúmeno ya mayorcito cuya carrera había dado tumbos a lo largo de toda la década: algunos de sus discos obtenían el aplauso crítico pero no llegaban a nada en el plano comercial, mientras que otros ni siquiera le brindaban el consuelo de las reseñas positivas. Pero, en esa búsqueda de referentes que desmiente la idea del movimiento punk como tabla rasa, la actitud de Iggy era un modelo ejemplar: una mezcla de brutalidad, autodestrucción y convicción ciega que se situaba en las antípodas de la pomposidad y el rebuscamiento del rock sinfónico.
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Carlos Benito
James Newell Osterberg Jr. empezó a hacer música en 1963, como batería de la banda The Iguanas: de ahí le viene su nombre artístico, mientras que el apellido, un tanto incongruente con sus inclinaciones sonoras, lo tomó prestado de un conocido llamado Popp. Las Iguanas hacían voluntariosas versiones de Chuck Berry, los Beatles o los Stones. Pero, a partir de ahí, nuestro hombre describió un brusco bandazo para encabezar The Psychedelic Stooges, que se dedicaban a demoler a conciencia el rock and roll: es mítico su primer concierto, celebrado en Halloween de 1967 en su ciudad, Ann Harbor: Iggy, con una peluca de tiras de papel de aluminio, se dedicó a hacer ruido con una aspiradora y una batidora, entre otros improbables instrumentos. La banda acabaría recortando su nombre a The Stooges y se convertiría en uno de los grupos de rock más estimulantes e incomprendidos de la historia.
The Stooges editaron tres discos como tres soles, o más bien como tres nubarrones en plena tormenta. El primero, el elepé homónimo de 1969, está producido por John Cale, de The Velvet Underground, y presenta con cierta moderación lo que habría de ser su estilo: un rock tozudo y viciado que rezuma electricidad, frustración y rabia. El segundo, 'Fun House', es un portento de salvajismo que se desborda en la cara B, a medida que The Stooges dejan de estar atenazados por la idea tradicional de 'canción' e incorporan los gañidos del saxofón de Steve Mackay. Y el tercero, 'Raw Power', ya en 1973, con nueva formación y acreditado a Iggy & The Stooges, supone una traslación de su sonido a esquemas más convencionales, más inmediatos, con David Bowie a cargo de las peculiarísimas mezclas. Todos ellos se vendieron muy poco.
Y ahí habría podido acabar su carrera. El tramo final de los Stooges y la época inmediatamente posterior tienen mucho de descenso a los infiernos. El comportamiento de Iggy Pop en los conciertos, siempre extremo y propenso a prácticas como arrojarse al público o autolesionarse, se volvió cada vez más inquietante y desequilibrado: circulan por internet listas de sus momentos más turbadores, con latigazos sobre el escenario, cortes con vidrios que salpicaban de sangre al público y enfrentamientos a puñetazos con bandas de moteros. Hubo un momento en el que corrió el rumor de que Iggy planeaba suicidarse en pleno concierto. Dee Dee, el bajista de los Ramones, cuenta en el libro 'Please Kill Me' su experiencia de ver a los Stooges en 1971: «Salieron muy tarde porque Iggy no podía encontrar venas donde chutarse, ya que tenía los brazos muy jodidos. Estaba cabreado y no quería salir del baño, así que tuvimos que esperar (...). Tocaron una y otra vez la misma canción. Entonces Iggy miró a todo el mundo y dijo: '¡Me ponéis enfermo!'. Y vomitó».
Si estamos hablando hoy de Iggy, es gracias a su amigo Bowie. No se trata de una conclusión de observadores ajenos, sino de algo que el propio artista no se cansa de agradecer: «Me salvó de la aniquilación profesional y tal vez personal, me resucitó», ha declarado. La estrella británica y el 'outsider' americano se conocieron en Max's Kansas City, legendario club de Nueva York, y forjaron una curiosa alianza. Bowie se lo trajo a Inglaterra para grabar 'Raw Power', lo visitó cuando estuvo ingresado en una institución psiquiátrica y, más tarde, se lo llevó a Berlín, con el propósito de que ambos pudiesen desengancharse de sus serias adicciones. Allí colaboró en 'The Idiot' y 'Lust For Life', dos referencias ineludibles de Iggy en solitario. Y, para redondear su generosa contribución, en 1983 grabó y publicó como sencillo su versión de 'China Girl', un tema de 'The Idiot' que habían compuesto a medias y que seguramente reportó a Iggy más 'royalties' que cualquier disco suyo.
Porque, en realidad, Iggy Pop nunca ha sido precisamente un superventas. Su reino es el directo, donde sigue oficiando esa ceremonia del exceso que concibió con The Stooges aunque en una versión más controlada y, podríamos decir, guionizada. Aunque sus discos siempre han sido mucho más variados de lo que sugiere el cliché y se aventuran en universos como la canción francesa, los conciertos suelen centrarse en su idea liberadora del rock: Iggy aparece con su desnudo torso de reptil, magullado y orgulloso, y se dedica a brincar sin ninguna consideración por esa cojera que se ha ido acentuando con los años, además de propiciar invasiones masivas del escenario que han quitado el sueño a más de un promotor. Con los 80 a la vuelta de la esquina, su frenesí monomaniaco se ha suavizado, pero no sería Iggy sin la pose retadora -aprendió de Jim Morrison el paradójico atractivo de la confrontación-y la mirada extraviada de sus ojos azulísimos.
Esa actitud contrasta con el Iggy privado, a quien todos describen como una persona cálida y paciente. «La gente cree que es un salvaje descamisado, un hombre dionisiaco que corre por el escenario como un poni puesto de anfetaminas, y pasan por alto la increíble profundidad que tiene y su interés por la historia y el arte», puntualizó en 'The New Yorker' otro de sus amigos de largo recorrido, el director de cine Jim Jarmusch. Desde luego, un detalle lo distingue de muchos colegas de su quinta: Iggy sigue descubriendo músicas que le apasionan, con una curiosidad que no ha claudicado al pasar los años. La guitarrista de su banda actual, por ejemplo, es Sarah Lipstate, una artista californiana que graba fascinantes paisajes sonoros bajo el nombre de Noveller. Y, en su programa de radio 'Iggy Confidential', la vieja estrella pincha selecciones variopintas que pueden abarcar desde FKA Twigs o Sleaford Mods hasta los andaluces Guadalupe Plata o los camboyanos The Cambodian Space Project.
En 2005, cuando los reunidos Stooges visitaron Euskadi para tocar en la Aste Nagusia de Bilbao, Iggy concedió a este periódico una entrevista por fax, de respuestas cortas y tajantes. Ahí van tres de ellas, a modo de ráfaga final.
- ¿De dónde salía su agresividad?
- De la gente mala que me hacía daño.
- ¿Era usted un punk antes del punk?
- Yo soy un santo.
- ¿Ha pensado en jubilarse?
- Siempre he estado jubilado.
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