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El concierto de The B-52s en el Azkena, que suponía su despedida definitiva de nuestro país, daba un poquito de miedo: a lo mejor los años habían privado al grupo de Athens (Georgia) de esa vitalidad un poco majara, ese extravagante sentido del humor ... y esa imagen marciana y colorista que siempre constituyeron su fórmula infalible. O a lo mejor ya no eran capaces de reproducir ese pop tan suyo que funciona como puerta hacia una dimensión paralela: en sus canciones, las voces tienen un protagonismo tan marcado que, al contrario que en otros estilos, quedan pocos rincones para esconder las posibles carencias. ¿Qué nos íbamos a encontrar? Se encendieron las pantallas y, tras una animación de tema cósmico, una sucesión de fotografías emprendió un repaso acelerado de la historia del grupo. Sus comienzos, cuando eran cinco. La siguiente fase, tras la muerte del guitarrista Ricky Wilson, en la que quedaron cuatro. Y la actual, en la que Keith Strickland, el batería reconvertido a guitarrista, ya no sale de gira.
Quedan, por tanto, tres, los tres vocalistas, esos tres seres humanos raros y adorables que ocuparon la delantera del escenario, respaldados por cuatro músicos. En cuanto aparecieron, quedó claro que todo aquello del rollo majara y marciano continúa muy vigente, por mucho que los cuerpos no sean ya como en 1976. Cindy Wilson lucía el aparatoso peinado de colmena que da nombre a la banda (llamaban a ese estilo 'B-52' por su parecido con el morro del modelo de avión) y se había puesto un inconcebible mono negro cubierto de filamentos verdes y con hombreras puntiagudas, además de un par de boas de plumas. Kate Pierson llevaba el pelo rosa y un traje también rosa de flecos, ¡todo él de flecos! Y Fred Schneider... bueno, Fred Schneider parecía un señor que pasaba por ahí, más discreto que antaño, pero el brillo de su mirada delataba la excentricidad de siempre. Empezaron a cantar 'Cosmic Thing' y, maravilla, las voces de Cindy y Kate sonaban igual, con los wuuuuu y los aaaaaah y los estribillos luminosos que contrastan con el fraseo airado de Fred.
Sí, los B-52s siguen siendo una de las experiencias más locas que puede brindar el rock and roll, con su combinación de concepto singular (algo así como una versión de serie B de la clase media de los 50), estilos musicales añejos (grupos de chicas, funk, música surf, rock de los 50...), letras demenciales y vocación payasa. En el Azkena hicieron su repertorio habitual de los últimos tiempos, que alterna los hits obligados ('Private Idaho', 'Love Shack', 'Roam', 'Rock Lobster'...) con canciones menos inmediatas a las que se mantienen leales, como 'Mesopotamia' o '52 Girls'. Como el protagonismo va por turnos (Cindy, por ejemplo, cumple con su deber de cantar entera 'Give Me Back My Man'), los tres tienen ratos en los que no hacen nada y los invierten en sus cosas, entregándose con absoluta seriedad a quehaceres absolutamente absurdos: Cindy adoptaba poses estatuarias, Kate bailaba como si adorase a alguna deidad antigua y Fred se entretenía con instrumentos singulares, desde un vibráfono con forma de lira hasta uno de esos silbatos que cambian de nota al tirar de un palito. Incluso se marchó del escenario durante tres canciones. Ah, también se dirigía al público en esforzado castellano: «Y ahora, las personas más fantásticas del mundo, ¡nosotros!», dijo cuando llegó la hora de presentar a la banda.
La poderosa base rítmica remarcaba el pulso bailable de las canciones (los espectadores de algunas zonas se quejaron de que el bajo dominaba demasiado) y los fans respondían meneándose al estilo B-52s, aleteando con los brazos o sacudiendo los hombros, abducidos por la fiesta cósmica de la banda. La cumbre del concierto llegó al final con una interpretación impecable de su gran clásico, 'Rock Lobster' («ahora, ¡langosta rock!»), una canción tan distinta a todo que vale por un festival entero, que es un festival entero.
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