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Cuenta Anna Manso con mucha gracia en su libro 'La peor madre del mundo' (Editorial Arpa) que durante un tiempo, en algún momento de debilidad, sucumbió al deseo de tratar de ser 'Miss Progenitora Perfecta'. Que observaba de reojo a otras familias y las comparaba con la suya, que mientras ella negociaba con su retoño de 2 años para que dejara de llorar y se levantara de la acera, junto a ella desfilaba «una madre con el pelo planchado acompañada de un padre de aspecto bondadoso agarrando a un mellizo repeinado en cada mano, limpios, impecables, vestidos iguales, andando alegres e inofensivos». Confiesa que escenas como esa, «o de una crueldad más extrema», provocaron que «en el índice de clasificación de buenas madres» Anna se situara «a la altura de Andorra en el festival de Eurovisión».
Entonces un día se plantó esas gafas tan divertidas que ilustran la portada del libro, una gafas 3D rojas y azules y entonces lo vio claro: qué absurda la aspiración de ser perfecta y qué utópica -«la mayoría de los progenitores son perfectos durante un 0,01% del tiempo», sostiene-. Ella sería una maravillosa madre imperfecta para sus tres hijos. El proceso lo relata con mucha guasa en su libro: un 'Manual para convertirse en una madre o un padre imperfectos'. Aquí, una pincelada de los 'trucos', experiencias y reflexiones con los que la autora ha enfrentado algunas de las situaciones típicas por las que, antes o después, pasa cualquier familia.
En el cole
Los deberes: «Hay compañeros de clase que presentan trabajos dignos de premio Nobel usando la vil estrategia de colar como trabajo individual aquello que ha sido subcontratado a sus progenitores, hermanos, canguros, etc»
El calendario escolar: «Aquella fue una semana histórica. El lunes tenían fiesta los mayores; el martes, todos; el miércoles nadie tenía fiesta, pero los mayores no fueron al instituto porque nos equivocamos; el jueves, otra vez todos fiesta; el viernes, el pequeño hizo fiesta pero los mayores no... Y el sábado por pura inercia, los mandamos al cole y el instituto pero, claro, no sirvió de nada».
En la mesa
A vueltas con las verduras: «Desesperada compré colorante de color azul y les serví crema de espinacas camuflada. Les dije que era crema de gominolas y se la tragaron toda. Se lo colé bien colado, o eso creía yo, hasta que terminaron y me notificaron que sí, que estaba muy buena la crema de espinacas azul. Pero que nunca más iban a volver a comerla».
Y más vueltas: «¡Viva la verdura! Pero si tan solo la ingieren en forma de crema de calabacín no te amargues la vida. Haz crema de calabacín a destajo. Envidiar y espiar a los hijos de los vecinos que cenan cada día acelgas, coliflor, guisantes, espinacas, ensalada de crudités y menestra, en ese orden, y sin ninguna queja o sonido alguno, no te hará bien. Límitate a hacer fotos de los hijos de los vecinos tirando la verdura por la ventana cuando su madre no les ve y deposita las fotos de forma anónima en el buzón de la señora repelente».
El fin de semana
¡Nos vamos a ver una exposición!: «Una amiga me había recomendado una exposición sobre un famoso diseñador con obras especialmente accesibles al interés infantil. Sus hijas se lo habían pasado tan bien... Me faltó tiempo para encaminar mis pasos hacia la sala de exposición acompañada de aquella banda sonora que me resulta tan cotidiana: lloro desolado, quejas 'sotto voce' y sonidos guturales a discreción. Una vez allí, el hijo que lloraba se apropió del taburete de uno de los vigilantes y lo rebozó de mocos. El que se quejaba ahora clasificaba las obras expuestas: 'Una caca, una mierda, un zurullo...'; y el que emitía sonidos guturales contaba los días que faltaban para cumplir los 18 años y ser amo y señor de su destino, mientras juraba que a partir de entonces jamás pisaría un puñetero museo o similar. Había otros niños en la exposición y todos parecían pasárselo bien. Todos menos los míos».
En el coche
¡Vivan las vacaciones!: «'¿Cuánto falta?', '¿Cuándo llegamos?'. El desplazamiento de la unidad familiar en coche supone una dura prueba para la paciencia de un espíritu zen. Cuando los desplazamientos son cortos corro el peligro de pensar que no hay margen para las catástrofes. Lo hay. Los tortazos fraternales, los zapatos que salen volando por la ventana, el naturismo compulsivo y otras situaciones por el estilo se producen en cualquier sitio a pocos kilómetros del parking».
En el parque
Plazotelas y columpios: «No me sienta mal afirmar que estoy hasta el moño de plazas y plazoletas, parques y otros espacios de ocio infantil al aire libre. Ya no aguanto más chutes directos a mi cara, fuentes antihigiénicas, arenas dudosas, suelos alfombrados de colillas y mierdas de perro, chillidos ensordecedores. ¿Quién ha diseñado esa maldita fuente que no puede ser usada por un mocoso sin la ayuda de un adulto? ¿Y quién decide sistemáticamente que los columpios estén en medio del paso? Pero el que se merecería un monumento es la lumbrera que instaló aquel mítico tobogán que acumulaba electricidad estática en el cuerpo de los niños, que luego iba regalando descargas eléctricas al primero que lo tocaba».
Compras navideñas
Los regalos: «El padre de las criaturas y yo utilizamos todo tipo de chismes informáticos a nuestro alcance (móviles, tabletas, portátiles...). Creamos una hoja de cálculo y repartimos los regalos según la fecha y la persona que regala (abuelos, tíos, nosotros...). Podríamos haber tirado millas y dejar que los abuelos y tíos regalasen lo que les apeteciese pero la experiencia sirve para algo, y me niego a soportar otra maldita Harley-Davidson, de esas que funcionan con una batería que dura un minuto, que ocupa media habitación y que hacen más ruido que toda la flota de camiones de la limpieza de la ciudad. Y tampoco quiero traumatizar al niño con el típico regalo pedagógico tipo 'Pásatelo bomba aprendiendo raíces cuadradas'».
En el campamento de verano
Padres veteranos vs novatos: «Las reuniones de los campamentos de verano son útiles para distinguir entre quien se estrena y quien lleva ya muchas reuniones en la mochila. Los veteranos llevamos puesta sunas gafas de sol o hacemos como que apuntamos en un papel lo que sea. Los nuevos miran a los monitores con ojos abiertos de par en par porque los ven demasiado jóvenes, demasiado peligrosos... demasiado todo».
Las dudas: Luego llega, explica la autora, «el canto gregoriano de las preguntas inevitables», para las que Anna Manso propone unas respuestas estandar: '¿Cuántos monitores hay por niño: Los legales porque si no, nos cae un puro'. 'Si el niño no sabe nadar y vais a la piscina, ¿qué pasa?: Los embalan con flotadores', '¿Y si tiene miedo a la oscuridad? Que se traiga el osito de peluche fluorescente'.
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