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CARLOS BENITO
Jueves, 23 de enero 2020
A veces, a los adultos nos viene muy bien tener cerca algún niño que cuide de nosotros. La neozelandesa Abby Wutzler, de 10 años, no solo salvó unas cuantas decenas de vidas el 29 de septiembre de 2009, sino que de paso asestó un buen mazazo a esa actitud presuntuosa que solemos tener los mayores, tan convencidos de que entendemos el mundo y sabemos interpretar sus señales. En Abby se dio una afortunada conjunción de conocimientos teóricos, dotes de observación y actitud resuelta, mientras los adultos de su alrededor daban muestras de carecer de alguna de esas virtudes (o quizá, ay, de todas ellas).
Minutos antes de que se desencadenase el infierno en la playa de Lalomanu, situada en el extremo sureste de la isla samoana de Upolu, los turistas disfrutaban del sol y el mar. Entre ellos estaban Abby, sus padres y su hermano, que pasaban unas vacaciones en el complejo Litia Sini Beach, una serie de cabañas de estructura tradicional ubicadas a escasos metros del agua. Abby se dio cuenta de que el mar se retiraba de una forma extraña que, gracias a lo que había aprendido en el colegio, le resultó inconfundible: era el signo inequívoco de que estaba a punto de producirse un tsunami.
No lo dudó. Como su familia estaba en el otro extremo de la playa, echó a correr hacia allí, y por el camino iba alertando a pleno pulmón al resto de los bañistas: «¡El agua se va! ¡Tsunami!», gritó una y otra vez, con un convencimiento y una desesperación que bastaron para poner en movimiento a la mayoría de los presentes. A medida que huían tierra adentro, intentando llegar a una cota que quedase fuera del alcance del mar, ya se iba formando la ola gigante, un muro de agua capaz de vencer cualquier resistencia. «Vi cómo los árboles se partían y eran tragados por el agua marrón, que se arremolinaba y acababa con todo», relató posteriormente la propia Abby. El tsunami de 2009, con olas que alcanzaron los catorce metros, provocó casi doscientos muertos y cientos de heridos en Samoa, Tonga y la Samoa Americana.
¿Cómo pudo identificar Abby con tanta seguridad los primeros indicios del tsunami inminente? La clave está en la atención que el sistema educativo neozelandés presta a los desastres naturales. En el caso de la niña -residente en Makara, una barriada costera y aislada de Wellington-, su profesora Kay Mudge había dedicado parte del curso a las tragedias que podían afectar a una zona tan expuesta, incluidos los tsunamis. Abby sintió una fascinación inmediata por los maremotos, incluso tuvo pesadillas con olas gigantes durante algunos días: «Llegué a pensar que me había pasado», ha declarado la maestra. «Me siento increíblemente orgullosa de ella. Es la primera vez, en los veintitantos años que llevo enseñando, que puedo estar absolutamente segura de que algo penetró en un alumno y fue empleado en el momento necesario».
Curiosamente, en el mismo complejo turístico había otro niño neozelandés que también contribuyó a reducir la cifra de víctimas. Maxwell Wilson, de 12 años y natural de Albany, fue corriendo por las cabañas alertando a sus ocupantes para que subiesen rápidamente a la elevación más cercana. Poco después, las frágiles edificaciones caían «como fichas de dominó», según la descripción del propio Max, y «había personas peleando por sus vidas en el agua».
Abby y Max recibieron sendos homenajes del Gobierno neozelandés por su comportamiento durante el tsunami de Samoa. «Aquel día todo el mundo fue un héroe. La gente ayudó a organizar grupos y a hacer otras cosas necesarias, pero supongo que es guay que te llamen heroína», se quitó importancia la niña, a la que sus compañeros de colegio empezaron a apodar TAG, por las siglas de Tsunami Alert Girl. Su mayor satisfacción era que su familia había salido indemne (desde entonces, afirmaba, su hermano mayor se mostraba «más majo» con ella) y su deseo, que se siguiese enseñando a los niños cómo reconocer un tsunami. «Si no, cuando haya uno, ¿quién se lo va a decir a los mayores?».
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