ANDREA CIMADEVILLA
Viernes, 23 de septiembre 2022
«Siempre he sido un cura sencillo, creo que no tengo ningún enemigo, lo cual es muy gratificante». Así se describió a sí mismo, en una entrevista a EL CORREO en 2008, Juan Mari Markaida (Gatika, 1926), quien ejerció como sacerdote en Plentzia durante más ... de treinta años. La villa llora su pérdida. Markaida, al cual recuerdan como «una bellísima persona», murió a los 96 años después de haber pasado una temporada en la residencia de Barrika. «Juan Mari, aparte de ser cura, era un buen hombre. Cada vez que me encontraba con él por la calle me preguntaba por mi familia, se preocupaba por mi vida. Era un sacerdote de los de antes», le recuerda Antonio Losada, vecino de la localidad.
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El párroco comenzó a oficiar sus primeras misas en Bakio, aunque 21 años después aterrizó en Plentzia. Desde el primer día se ganó el cariño de los residentes. «No he conocido a nadie tan bueno como a él. Siempre con esa sonrisa tan dulce, tan hablador», le describe Marisa Sáez, quien habita en la ciudad costera desde hace más de 40 años. Su rostro mostraba una gran tristeza al hablar de él. «Era una de las personas más queridas del pueblo, en cada feria que se hacía, ahí estaba él. Y conversaba con todos, que no es fácil», añadía. Tere Bilbao, del barrio del Puerto, asegura que le han tenido presente en todo momento, en cada celebración, en cada evento... «Era un cura muy activo, no ha parado nunca. Además de las misas, también daba catequesis en la escuela e intentaba ayudar a todos los que se lo pedían. Le han hecho hasta varios homenajes».
Cariñoso, amable y cercano. Iñaki Larrinaga jamás olvidará a Markaida. Vivió con él dos de los momentos más especiales de su vida: su boda con Idoia hace casi 40 años y el bautizo de su hija, junto al obispo de San Sebastián. «Era, como se dice coloquialmente, una persona de pueblo, que aunque ya con ciertas dificultades, y con la ayuda de otro párroco, no dejaba de salir a la calle y hablar con la gente», confiesa con pena. Siempre dispuesto a hacer favores a quien lo necesitase, de aportar ese granito de arena a la sociedad, de cuidar al prójimo.
Sin embargo, además de la devoción, lo que Juan Mari no perdonaba era su paseo matinal hasta el faro de Gorliz. Reconocía que era allí donde encontraba la «paz necesaria para encerrarse en sus propios pensamientos». «¡Cómo andaba! A veces iba con el perro de Javi el carnicero, que le seguía a todas partes. Se daba unos paseos cada día de escándalo», comentaban varias vecinas. Incluso ya en Barrika, confirman que salía a dar paseos con uno de sus sobrinos. Eso sí, siempre se le quedó la «espinita» de aprender más sobre las nuevas aplicaciones. De espíritu curioso, confesaba a este periódico que «pese a tener a mi alcance todos los medios he sido incapaz de aprender a utilizar las últimas tecnologías como Internet, aunque afortunadamente no lo he necesitado para mi vida cotidiana».
Juan Mari compaginó durante años las misas con su trabajo como profesor de latín en el Instituto de Bachiller de Mungia. De hecho, son varios los plentziarras que han confesado haber aprendido el idioma gracias a él. Pero además, de manera desinteresada, «impartía clases de euskera a quien necesitara un refuerzo».
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Múltiples compañeros del obispado de Bilbao también han querido recordar a Juan Mari. Entre ellos, Javier Etxebarria, quien convivió junto a él en Plentzia durante 13 años. «Era un hombre cercano, paciente y humano, alguien con el que no tenías ningún problema en que te escuchara». Como curiosidad, recuerda que «la tortilla de patatas era una de sus debilidades». Aitor Solabarrieta, igualmente, lo define como «un cura con alma de pastor», alguien al que nunca consiguió ver enfadado.
En definitiva, una persona incansable, adorada, esas que dejan huella. «Ya lo echábamos de menos, pero ahora lo echaremos mucho más», reconoce Antonio Losada. Adiós Juan Mari, Plentzia siempre le recordará.
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