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La previsión de crecimiento demográfico para España en los próximos quince años indica que se va a concentrar en la costa mediterránea, en los dos archipiélagos, y en Madrid y Zaragoza y sus respectivos hinterland. La excepción interior es Álava, que lo seguirá haciendo levemente, ... a contracorriente de las tendencias del País Vasco y del norte del país, con población muy envejecida y flujo inmigratorio limitado. Ya en el último decenio, Vitoria fue la segunda capital que más creció en España. La razón sigue siendo la misma: el atractivo de su industria.
La transformación de un espacio mediano en un breve lapso de tiempo y a cierta escala tiene en Vitoria un ejemplo singular en lo ocurrido durante la industrialización de los sesenta del pasado siglo. Por identificarlo con unas cifras de fácil recuerdo: cincuenta mil habitantes en 1950 y ciento setenta y cinco mil en 1975, de un poblachón donde todo el mundo se conocía a una ciudad moderna regida por el anonimato. Industrialización, urbanización, inmigración –todavía hoy los nacidos en la capital superan por poco la mitad– y cambio de costumbres, ese es el mecanismo que forjó la Vitoria-Gasteiz que conocemos y que parece lo va a seguir haciendo, aunque de manera más atemperada.
El aire de la ciudad os hará libres, rezaba el dicho medieval hanseático. En nuestro caso, la ciudad y su industria constituían el atractivo básico que permitía dejar atrás una vida de miseria y limitaciones gobernada por el subempleo rural, y afrontar para los siguientes, para los hijos, un futuro de posibilidades. La ciudad no discrimina a nadie porque en el anonimato pueden destacar los capaces sin verse mediatizados por el apellido o por la cuna. A poco abierta que sea la urbe, esto es así: lo fue en los sesenta y setenta, y lo vuelve a ser hoy.
El anonimato es posibilidad; el anonimato industrial es su éxtasis. La sociedad anónima que gobierna y posee las factorías las hace aparecer casi sin dueño, sin apellidos sonoros que se repiten y exhiben por la geografía local en letreros, en palacios domésticos o al pasar lista en los colegios de pago. Las grandes firmas de nuestro efecto llamada tienen ricos y dirigentes desconocidos, y ajenos a la historia del lugar por irreconocibles. A cambio, su mano de obra se identifica con las factorías de manera masiva, casi como en los mejores momentos del taylorismo. Así, la sucesión de barrios obreros se acomoda a la firma que los provocó: Zaramaga y Forjas, El Pilar y Michelin, Zabalgana y Mercedes, como antaño Adurza y Porcelanas.
Sobrevive algo de la cultura taylorista, cuando en casi todas partes es ya historia. La dimensión y continuidad de las grandes multinacionales instaladas en el lugar –incluso también sus auxiliares, casi parte de ellas tras de tantos años– alimentan una identificación con la empresa y una sucesión generacional curiosas por lo desusado. En ese mecanismo, el anonimato no es total, porque la cultura de empresa permite reconocer a los que salieron de un mundo y han terminado en otro. Ese conocimiento desvela desclasamientos característicos, normalmente ascendentes: el hijo o la hija de aquel trabajador que hoy es directivo o un profesional señalado. Del revés, la capilaridad descendente, la de los que pierden estatus, suele apreciarse sobre todo entre los habitantes de siempre (los vtv's), que distinguen a ese heredero del viejo negocio que se pulió los cuartos. La periferia solo puede aspirar; el centro sobrevive. Es casi una razón física: el aire es distinto. A la vez, unos y otros viven de espaldas, compartiendo otra historia de dos ciudades. Incluso los desclasados a favor o en contra retienen su cultura de origen y se sorprenden al encontrarse con hábitos que no les son propios. Los que ni suben ni bajan, simplemente ignoran la existencia de otro mundo distinto del suyo, como ha ocurrido siempre, incluso en la tan mesocrática Vitoria.
Los apellidos, de esta manera, se devalúan sin que les dé tiempo a recuperar su lozanía por sustitución. El apellidismo social ha perdido razón de ser. Siguen dándose las diferencias, a veces extremas, pero no se reconocen por la tarjeta de visita (salvo que tu nombre sea difícil de pronunciar o demasiado fácil). Por eso no sabemos decir de quién son ahora los palacetes de los nuevos ricos que remontan Armentia o se dispersan y esconden por la Llanada. La arquitectura sigue siendo exhibicionista, pero la intención es de otro tipo. La procedencia y el estatus supuesto tienen que ver hoy con el dónde trabajas más que con el y tú de quién eres. El anonimato urbano no es del todo positivo. En un momento dado hace perder en los individuos el estímulo por destacarse en la comunidad contribuyendo a la misma. Antes los ricos dirigían las ciudades y provincias, ahora lo puede hacer cualquiera capacitado, pero si el atractivo es pequeño preferimos la complacencia del entorno cercano, más fácil de conquistar, menos arriesgado. Entonces, el anonimato se convierte en anomia y egoísmo, en sociedades cogidas por hilvanes, gobernadas por mediocres y con ciudadanos satisfechos con una buena vida, sin más aspiración, ni por ellos mismos ni, mucho menos, por los demás.
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