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La mujer con las Molina Triviño

La mujer con las Molina Triviño

MÁS QUE SUS LABORES. En los años 60, con la industria en plena forma, se alcanzó la mayor tasa de población activa femenina en Álava (29%) del franquismo. Hoy, indica el INE, roza el 55%. El salto es evidente pero aún se encuentra varios pasos por detrás de la masculina (62%)

maría rego | igor martin (fotografía)

Viernes, 26 de noviembre 2021

La niña que bajaba a lavar la ropa al río en Alhama de Granada, la joven que se casó con 20 años, la mujer que llevaba su propio sueldo –a veces varios– a casa presumió de nietas, enfermera y criminóloga, hasta el final. Juana falleció dos días después de que se publicara este reportaje en EL CORREO para el que compartió sus recuerdos, los que guardaba en su cabeza y los que llenaban varios álbumes de fotografías en su piso de Zaramaga. Casi seis décadas separaban a ambas generaciones, la de esta abuela y la de las gemelas Jone y Alba, un abismo si se mide con la vara de los derechos de la mujer. La educación, el trabajo dentro y fuera del hogar, la relación con el otro sexo, la maternidad... Ana, hija y madre, engarza las dos épocas y avisa: «Aún nos queda mucho por hacer».

Juana había mejorado una barbaridad su escritura con Karlos Arguiñano. Cada mediodía se plantaba ante el televisor y tomaba nota de sus recetas. Salteado de borraja, con 'b', y pollo. Mero al horno, lleva hache, con migas y verduras. «Como le llames por teléfono y esté viendo el programa, te cuelga», advertía su hija, Ana, un puñado de días antes de su fallecimiento. Cuando su madre (81 años) salió de Alhama de Granada hace casi siete décadas en busca de un futuro mejor en Vitoria apenas había pisado la escuela. Sabía sumar y restar, la tabla de multiplicar de aquella manera... y, reconocía, con ese acento que desafía al paso del tiempo, no llegó «a aprender a dividir». Una de cada diez alavesas era entonces analfabeta. Hoy no llegan al 0,3% y en más de la mitad de los pupitres de la universidad se sientan alumnas. En femenino. Como sus nietas, Jone y Alba, gemelas, graduadas en Enfermería y Criminología, respectivamente. Su papel, el de la mujer, se ha reescrito a lo largo de las generaciones aunque «aún queda por hacer». Dentro y fuera de casa, a pie de calle y en la cúspide de las empresas rematada por un techo de cristal que pesa como si fuera de hormigón.

En la cuna de Juana, a menos de una hora de Granada, ni se planteaban en los años cuarenta la brecha de género o el machismo. Desde niñas sabían que, por ejemplo, la colada en el río, el Alhama, era cosa de mujeres. Y punto. Allí iba esta andaluza de Vitoria con su melena «rubia, rubia», bien tiesa en una coleta, cargada de ropa desde que era una cría, cuando ya cuidaba a los hijos de los del bar, y allí empezó «la tontería» con Francisco, su futuro marido, ocho años mayor. No era ni una adolescente y en el pueblo ya le decían que «iba para monja» porque no hacía mucho caso a los chicos. En realidad, sólo le interesaba uno y él –fallecido en 2020– se había marchado en los cincuenta con su padre a la capital alavesa porque «les habían dicho que aquí había trabajo». Después emigró ella. «Buf, cuando me dijeron que nos íbamos para la ciudad, qué ilusión», contaba sentada a la mesa de su cocina, en Zaramaga, con el café recién servido en una taza.

Galería. Ana junto a su hermano Patxi, con mascarilla, en protesta por la contaminación de Forjas Alavesas.

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Galería. Ana junto a su hermano Patxi, con mascarilla, en protesta por la contaminación de Forjas Alavesas.

La Vitoria que descubrieron era «todo campo» aunque la industria comenzaba a ocupar solares y la tasa de actividad femenina superaba ya el 24%, el doble que la media española. Las mujeres, pese a que el dictador no lo viera con buenos ojos, trabajaban también fuera de casa. Y por menos sueldo que los hombres, lo que enervaba a las currantas de la época. Hubo movilizaciones por las diferencias salariales en las fábricas de Hijos de Orbea, Arrieta... «En lo laboral es en lo que todavía más nos queda por avanzar», dicen las nietas de Juana más de medio siglo después de que su abuela entrara en la nómina de una sastrería en la calle Postas, frente a Correos. «Menudas vistas teníamos», recordaba. A Francisco le contrataron para la construcción del pantano y después fichó por Mercedes. Ambos aportaban lo que ganaban a casa, en Siervas de Jesús, donde dormían 16 personas de tres familias diferentes. En 1960 pudieron empezar a compartir lecho como marido y mujer tras pasar por el altar en la catedral Santa María. Ella acababa de inaugurar la veintena y al año siguiente nacía su primer hijo, José. Antes de los 32, la edad en la que las alavesas se estrenan ahora en la maternidad, ya daba de comer a otras dos criaturas, Ana y Patxi.

Los Molina y los Triviño salieron de Granada en los 50 con destino a Vitoria. «Aquí había trabajo»

Aquella década, la de los sesenta, alumbró la reforma de la legislación laboral que permitía a las mujeres casadas trabajar fuera del hogar. Una auténtica revolución porque las buenas esposas recibían hasta entonces al marido con la comida caliente en el plato y las pantuflas en la mano. Y una sonrisa, por supuesto. «Claro que alguna vez me dijeron que descuidaba a los hijos por no estar en casa», reconocía Juana, que se dejó el lomo en la sastrería, la venta de cosméticos –y era de las mejores, se ganó hasta un viaje a Nueva York– o la limpieza. Sacó brillo a los suelos del colegio Judimendi o a los escaños del Parlamento vasco, donde esta militante del Partido Comunista en la clandestinidad, que ha cosido banderas con la hoz y el martillo, desgastó mopa hasta su jubilación. Muchas de las de su quinta se llevaban el tajo al salón o a la cocina y, en barriadas de inmigrantes como Martín Ballestero, en el pueblo de Armentia, montaron miles de cremalleras para Areitio. «Entonces la gente quería mejorar, tener más calidad de vida», compartía. Cerca del 30% de las alavesas que en aquel momento ejercía más allá de 'sus labores', ese concepto que invisibilizaba su enorme trabajo, se sacaba un sueldo en la creciente industria. Eran cartucheras, costureras y modistas, yuteras, barnizadoras...

Las migas de Francisco

Habían conseguido meter la cabeza en un mercado laboral donde las naiperas de Fournier sobresalían como un símbolo del vitorianismo. Y ese paso adelante no gustaba a todos. La prueba está en la Asociación Alavesa del Hogar que, creada a punto de entrar en los setenta, perseguía que la mujer no tuviera que salir de casa para trabajar y se dedicara a la educación de los hijos. A Ana se le hacía raro justo lo contrario. «Yo siempre he visto a mi padre cocinar porque mi madre trabajaba también fuera de casa. Cuando acompañaba a una amiga a llevar la comida a su padre, que era bombero, no entendía por qué no se la hacían allí, ¡si tenían hasta cocina!», comenta. Francisco, además, demostraba maña en los fogones. Quienes probaron sus migas bien lo saben. Los meses que Mercedes le mandó a Alemania, y que le impidieron ver nacer a su hijo menor, en 1970, preparaba el menú para todos sus compañeros y se chupaban los dedos. A su regreso se mudaron a una Zaramaga que la familia ha visto levantar y removerse por sucesos como el 3 de marzo.

Francisco Molina tomó esta imagen en Vitoria a mediados de los 70. No se perdía una manifestación por el 1 de mayo.

Ana cursaba la EGB en plena Transición y se empeñaba en hacer «cosas de chicos» cada vez que tocaban manualidades. «Me decían que hiciera un tapete y yo quería marquetería. Ahora hago punto de cruz y bolillos, pero basta que me lo impusieran...». En su actual trabajo, en Indesa, se dedica precisamente a la costura, como antes hizo su madre, y, hasta que no abrió una cuenta ahorro con su marido, Javier, con vistas a comprar una vivienda, su sueldo se quedaba en el hogar familiar. En ese séptimo piso donde se repartían las tareas domésticas por igual entre hijos e hija. Alba y Jone, que en enero atravesarán el cuarto de siglo, se pusieron a currar antes de la mayoría de edad para costearse «sus caprichos». En discotecas, como entrenadoras de aeróbic, en tiendas... «Tampoco es que gastemos mucho. En ropa, salir de fiesta, quedar con los amigos y ya, pero es que no nos parece normal que a cierta edad te sigan pagando todo tus padres», razonan. Su madre asegura que han sido «unas niñas buenas» y presume de enfermera en el hospital Txagorritxu (alrededor del 80% de la plantilla de Osakidetza está compuesta por mujeres) y criminóloga en plena preparación de oposiciones a la Ertzaintza (la tasa ronda el 12% en sus filas).

EL DATO

  • 11,3% de las alavesas eran analfabetas a principios de los años 40.

La madre de estas veinteañeras, a falta del graduado escolar, no dejó de formarse –con cursos de Psicología y euskera– ni durante su doble embarazo. «Y me encanta leer», agrega. «Como a su padre. A mí, nada», intervenía Juana entre montones de fotografías. Las tres generaciones han caminado de la mano en las manifestaciones que tiñen Vitoria de morado cada 8 de marzo y 25 de noviembre. «Uy, mi madre se apunta a todas», lanza Ana. Y eso que en la juventud de «la yaya», como la llamaban Jone y Alba, la palabra feminismo ni se escuchaba, ni se practicaba, y si se hacía poco menos que eras una inmoral. «Hablamos del tema y, por suerte, en la cuadrilla pensamos todos igual», contestan sus nietas, con la defensa de los derechos de la mujer en sus venas. A ellas, asumen, les ha tocado vivir «otra época».

EL TESORO

'Antología poética': El libro que salió de una txosna

Tal es el «cariño» que la familia Molina Triviño guarda a esta obra de Antonio Machado, que el ejemplar que compró Francisco en una txosna en La Blanca viajaba con él cada vez que marchaba al pueblo. Fue «el primer libro» que leyó su hija Ana, con cinco años, en plena Transición.

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