Borrar
La cultura con los Fiestras Sagasti

La cultura con los Fiestras Sagasti

EL OCIO, AL SOFÁ. La ciudad llegó a tener más de sesenta salas de cine, una veintena larga de videoclubs y decenas de galerías de arte. En 2020 cerró la última, Talka. Los vitorianos, calcula el Eustat, pasan hoy cerca de dos horas y media pegados al televisor cada día

maría rego | igor aizpuru (fotografía)

Martes, 30 de noviembre 2021

El lienzo de los Fiestras Sagasti derrocha color. Lo suyo les ha costado a José Antonio y Miren que, un día, allá por los setenta, se cansaron del blanco y negro y decidieron tirar con el sueldo de la matriarca para que su marido dejara de coger el pincel como aficionado y lo convirtiera en su forma de vida. Su firma ha colgado desde entonces de colecciones particulares, salas de exposiciones y galerías aunque las crisis, una tras otra, hayan devorado un pedazo de ese ecosistema cultural en el que vivió la ciudad durante décadas. Ahora se consume el arte de otra forma. En el sofá, desde el móvil, a bocados... Sus tres hijos confirman que el talento va en los genes.

Una mancha verde, borrosa, a medio devorar por el aguarrás, se extiende por el dedo índice de José Antonio. «Sigo pintando todos los días», confiesa a sus 78 años. Cada mañana acude a su estudio, casi «un almacén», en la Avenida de Estíbaliz y tras una, dos... o las horas que exija su inspiración regresa a casa marcado con ese efímero tatuaje de la pasión que descubrió en su adolescencia y se convirtió en su forma de vida alcanzada la treintena. Sin Miren, su mujer, el lienzo de su sueño se hubiera quedado en blanco. La familia de los Fiestras Sagasti –más de medio siglo de matrimonio, tres hijos y cuatro nietos– dibuja de un brochazo pasado y presente de la cultura, el arte y el ocio en Vitoria. El tránsito de la ciudad donde brotaban las galerías y las salas de cine a la que exprime los centros cívicos, se enchufa a su televisor XXL y tiene la cena en el plato por obra y gracia del 'take away'. «Ahora hay más comodidades en las casas, pero antes era todo más divertido», resumen. A la nostalgia le falta color.

El álbum de sus recuerdos arranca en los años cuarenta, cuando José Antonio y Miren nacen en una Vitoria en blanco y negro. Él, en 1943, en un hogar «humilde» de la 'Zapa', estudia en Marianistas con una beca. Ella, dos años después, hija de un chófer y una cocinera que lleva su propio jornal a su casa en la calle Santiago desde locales como el bar Mace –lo que hoy es el Zabala– cuando la inmensa mayoría de las mujeres no tenía permiso para poner el puchero en fogones ajenos. No era la típica familia que Aurelio Vera Fajardo o Adrián Aldecoa, que daban entonces sus últimos trazos, hubieran retratado en sus cuadros salpicados de costumbrismo y paisajes. El arte, como el clan de los Fiestras o los Sagasti, intentaba en aquellos momentos sacar la cabeza del pozo al que arrastraba la posguerra mediante iniciativas como la Peña de Pintores del Casino Vitoriano. Un puñado de aficionados jóvenes sacudidos en sus aspiraciones por la contienda civil encontró allí, frente al actual Parlamento vasco, su lugar en 1945. Gerardo Armesto, Juanjo Urraca, Eloy Erentxun... o Julián Ortiz de Viñaspre, 'Jovi', uno de los impulsores del Belén Monumental, cuya academia frecuentó el patriarca –más autodidacta que alumno– de los Fiestras.

Galería. Los pintores Carmelo Basterra, Antonio Olloqui y Ramón Campo Cortázar con José Antonio Fiestras en Artelarre.

Ver fotos

Galería. Los pintores Carmelo Basterra, Antonio Olloqui y Ramón Campo Cortázar con José Antonio Fiestras en Artelarre.

Lo complicado en ese mundillo, que en buena medida se fraguaba en la Escuela de Artes y Oficios, por donde él también pasó, era «dar el salto». A mediados de los sesenta, ennoviado ya con Miren, prefería desgastar zapato, bien pegado al suelo, por La Florida. «Dábamos vueltas y vueltas por el parque, paseábamos Dato arriba y Dato abajo... y seguro que nos reíamos mucho», rescata ella. Las parejas de la época coincidían en el centro La Blanca o el club Villa Nieves y compartían fila de butacas en salas como el Gran Cinema, adosado al Teatro Principal, que había encendido su pantalla a mitad del siglo XX con una comedia romanticona, 'El diablo dijo no'. También se movían, mucho, más suelto que agarrado muy a su pesar, al ritmo de los bailes que abarrotaban lugares de postín como el Canciller Ayala. En el de peritos se ganó José Antonio un buen pellizco, 600 pesetas, con la banda Los Errantes. Antes había cogido el micrófono en Los Ikaros con su hermano Fernando al piano. Los chavales salían, «se juntaban y tocaban», versionaban incluso a The Beatles aunque su inglés sonara a chino. Pero «no se ligaba». Sonríe.

Vitoria tenía ganas de disfrutar y de pasar página también en lo artístico. Lo intentó primero, en los años cuarenta y cincuenta, el Grupo Pajarita con Ángel Moraza o Enrique Suárez Alba y después, en las dos décadas siguientes, Orain apretó el paso hacia la vanguardia con firmas como Juan Mieg al pincel en una ciudad que se encaminaba también a otra era, la de la explosión demográfica. En esos años, con el censo disparado, las grúas y las hormigoneras echaban chispas. En Zaramaga, en Judimendi... Miren las vio a pleno rendimiento en primera fila como secretaria de la constructora Santiago Aldama, el símbolo de una época con sede en San Prudencio. En esa calle resiste hoy el único cine del centro, un minúsculo testimonio de las decenas de salas (Iradier, Astoria Palace, Gran Cinema Albéniz, Azul, Samaniego... ) que proyectaron en la capital. El otro superviviente es el Principal, con el telón levantado desde hace más de un siglo.

De forjas alavesas al lienzo

Miren y José Antonio salían «muchísimo» en aquella Vitoria que sacaba treinta entradas para el cine de media anual y que ahora, cuando sólo dos de cada diez vecinos superan los tres tickets al año, sirve de plató para taquillazos como 'Ane' o 'El silencio de la ciudad blanca'. Pero a ella, confiesa, le encantaba también meterse en el tajo. «Iba a las subastas de las obras y eran todos hombres, pero nunca me he dejado pisar. Mi madre siempre me dijo que tenía que trabajar y vivir por mí misma», comparte. Y vaya si le hizo caso. Ejerció hasta el día que cumplió los 65. «Recogí mi pluma, el bolígrafo y los lápices, y me marché», cuenta. El sueldo que llevaba a casa desde que era una veinteañera permitió a su marido despedirse en los setenta de Forjas Alavesas y apostarlo todo a la pintura. Y ganó. Por el pasillo ya correteaban dos niños, Joseba –un taxi arrolló a su madre en plena Dato tres meses antes de que naciera– y la mediana, Mirentxu. Mikel llegaría en 1976. Uno cada cuatro años, «como las Olimpiadas».

José Antonio Fiestras da en la diana con el tiro al blanco en unas fiestas de Vitoria.

La sangre creativa corre por las venas de los tres. «En nuestra familia podemos tener todos los talentos del mundo menos el empresarial, no los sabemos rentabilizar», lanza el primogénito y periodista de «vocación» temprana. Con los 14 cumplidos se plantó grabadora en mano en El Portalón para entrevistar a Ella Fitzgerald, que pisaba la sexta edición del Festival de Jazz en 1982, el año en que abría el primero de la veintena larga de videoclubs que tuvo Vitoria. Hoy le telefonea hasta el Ministerio de Cultura como director del FesTVal, uno de los últimos bombazos que ha estallado en una ciudad que se pega al televisor cerca de dos horas y media al día y guardó hace tiempo las cintas de VHS. A su padre le costó algo más explotar su talento. «Hice aquí una exposición y... no voy a decir que fue un fracaso, pero no salió bien. Con la misma fui a Bilbao y la vendí entera así que con ese dinero decidí tirar un año y seguir pintando», explica. Sus lienzos, «alguien los definió como ensoñaciones», empezaron a partir de ese momento a colgar de salas y galerías. Hasta en México o Colombia. En la capital alavesa, dice, «expuse en casi todas». Y no eran pocas aunque apenas quede ahora rastro. Tartalo, Artelarre, Trayecto, Felisa Navarro, Dukessa, CM2, Rubens, Céramo, Itinerante... Talka, fue la última, el año pasado, en echar el cierre.

«Antes se presumía de los cuadros que se compraban, ahora se prefiere viajar»

El declive comenzó en los noventa, casi medio siglo después de que la Caja Municipal montara un salón de conferencias y exposiciones y de que los hermanos Ezquerra alumbraran la primera sala privada en la calle San Prudencio. Hasta 2002, con la etiqueta de revulsivo cultural, no abrió el Artium. «Ha habido un cambio de tendencias», dispara Miren. «Antes, en las casas, se presumía de los cuadros que se compraban, como del coche o las joyas. Ahora los jóvenes tienen otros valores, prefieren disfrutar, viajar... y, oye, me parece muy bien», reflexiona. En los hogares minimalistas del siglo XXI, sin embargo, hay hueco para las coloridas figuritas que, entre plato y plato, moldea Mikel. «Empecé como entretenimiento en la pandemia, con pasta de los chinos, y ya me han encargado algunas», apunta el chef de La Regadera. También Mirentxu, en la nómina de Sanitas, se arrancó hace unos años «de broma» con una amiga a diseñar ropa. «Primero faldas y después bolsos», detalla en el jardín del hogar familiar, en el paseo de la Senda, coronado por un torreón y una terraza donde la matriarca riega una tomatera.

EL DATO

  • 30 veces al año acudía cada vecino al cine en Vitoria en la década de los 50.

Ella, de la mano de su marido, ha criado a sus tres hijos en «un ambiente de mucha libertad», donde el padre pintaba y escribía poesía –tres obras publicadas– y la madre ayudaba a levantar la Casa del Sida o viajaba a Barcelona a aplaudir al rey del cabaret Ángel Pavlovsky. «Han sido siempre unos adelantados», resumen sus hijos. A José Antonio no le detuvo ni el fuego que hace tres lustros entró en su estudio y le pintó la cara «de negro» al intentar salvar sus cuadros. Las crisis, las del bolsillo, asumen, son las que de verdad han incendiado la cultura: «Es una pena pero, cuando las cosas van mal, el arte es lo primero de lo que se prescinde».

EL TESORO

La makila del abuelo Aurelio: el «símbolo» de la unión familiar

Hace «muchos años» que esta makila llegó a las manos del abuelo Aurelio, el padre de Miren. «Fue un regalo», explica el clan. El bastón se encuentra en casa de los Fiestras Sagasti, pegadita a las vías del tren, y para ellos es mucho más que un trozo de madera. Más incluso que un recuerdo de esos que acumulan polvo y alguna lagrimita cuando se evoca su pasado. Esta makila, aseguran, «simboliza la unión familiar que tenemos».

Este contenido es exclusivo para suscriptores

Publicidad

Publicidad

Esta funcionalidad es exclusiva para suscriptores.

Reporta un error en esta noticia

* Campos obligatorios

elcorreo La cultura con los Fiestras Sagasti