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No han sido pocas –en cualquier caso, demasiadas– las veces en que las campañas electorales se han visto golpeadas en Euskadi por el terrorismo de ETA. No recuerdo que la movilización del electorado se viera frenada. Si acaso, todo lo contrario. Hoy, desaparecida ETA, la ... apatía que se detecta en la sociedad ante los comicios del próximo domingo ha merecido numerosas justificaciones. Se ha recurrido, por ejemplo, a las minivacaciones de la Semana Santa, que, al interponerse entre precampaña y campaña, interrumpieron la dinámica de calentamiento que aquella está llamada a activar. No han faltado tampoco quienes han atribuido a los acontecimientos que se han sucedido en Bizkaia, con la victoria del Athletic en la Copa y el entusiasmo de la gabarra, el enfriamiento ciudadano en su compromiso político, olvidando que, en esta confederación de territorios no muy bien avenidos, lo que en uno distrae y retrae en los otros sirve de estímulo. Y viceversa. Hasta el sentido duelo por la muerte del lehendakari Ardanza ha sido invocado por no pocos para multiplicar las explicaciones, si bien el respeto ha predominado en todo momento.
No niego que cada uno de estos hechos y todos en conjunto hayan tenido algo que ver con la frialdad que se observa estos días previos a las elecciones. Pero pienso que, más allá de las circunstancias externas, hay factores internos a la propia política que no pueden ignorarse a la hora de explicar esta innegable apatía. Ahí está, a la vista de todos, el distanciamiento que la ciudadanía viene exhibiendo, tanto en Euskadi como en el resto de España, respecto del modo en que se ejerce la política del país. Por mucho que de él diste el que entre nosotros se ha adoptado a lo largo, sobre todo, de la última legislatura, en la que el acuerdo se ha perseguido y conseguido frente a la confrontación, no somos una sociedad ajena e impermeable al ambiente general del Estado. El ejercicio tan descarnado con que la política viene ejerciéndose en España ofende también al ciudadano vasco y lo aliena de la participación. Por encima de los factores externos arriba citados, éste último se lleva la primacía entre los que pueden llamarse a explicar la actual situación de indiferencia.
En un ámbito más cercano, cabe encontrar otras razones que expliquen la pasividad, por no decir el pasotismo, que también es notorio en nuestro caso, aunque con sus peculiaridades. Me atrevería a sugerir dos de ellas. La primera se refiere a los actores. Los nuevos protagonistas que representan a las dos fuerzas antagónicas exhiben un talante y una apariencia tan similares que los hacen más clones que rivales. No son un dilema que estimule la elección entre uno u otro, sino que invitan a un indeciso encogimiento de hombros. Se añade una segunda razón que afecta al propio discurso. Ambos han optado por evitar lo más ideológico y propicio al contraste de opiniones, lo más excitante de cara a la movilización, y han preferido el pragmatismo de las «cosas de comer» en el que, aparte de en la promesa del aspirante de hacerlo mejor que el titular, no destacan las diferencias. Ni los temas elegidos difieren. Y, puestos a exagerar sin llegar, espero, a desbarrar, no serán pocos los que, situados ante los retratos de ambos sin que consten sus nombres y oídos incluso sus mítines, no sepan decir a qué partido pertenece cada uno. Añádase sólo que, en esta clonación de candidatos y discursos, EH Bildu lleva todas las de ganar, pues logra con ello enajenarse de las pesadas taras propias y apropiarse de las dotes ajenas: la amable moderación y la libertad sin ira ni miedo.
Así las cosas, no sería extraño que esta escasa semana que queda antes de las elecciones se centre, por lo que se refiere al PNV, en el protagonismo del partido más que del candidato en busca de la movilización, explotando lo que a aquél le sobra y a éste aún le falta. Ya lo anunció Ortuzar al inicio de la campaña: sacudir la apatía y activar al electorado es la fórmula para ganar. El peligro es, sin embargo, doble. Primero, pasarse de frenada y equivocarse en el estímulo, de modo que un electorado movilizado resulte más perjudicial que otro apátíco. Y segundo, que no está en absoluto claro que el aumento de la participación se traduzca, vistas las preferencias de los indecisos, en beneficio de quien más empeñado está en movilizarlos. Movilizar no siempre equivale a persuadir. Sólo queda, pues, cruzar los dedos y esperar que la suerte te sonría. Porque no hay nada tan caprichoso e impredecible como un elector despolitizado y pasota frente a la urna.
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