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En la campaña que anteayer comenzó y que ha ido anunciando su tono a lo largo de la precampaña se ha dejado oír una nota que no había sonado en las anteriores. Me refiero al papel de agente activo que buena parte del periodismo ha ... adoptado, rebasando el suyo natural de transmisor, intérprete y evaluador de cuanto sucede. Verdad es que, sin periodismo, no habría campaña en una democracia de opinión como la nuestra, pero no lo es menos que, con él salido de madre, aquella acaba desvirtuándose en cuanto confrontación de ideas y proyectos entre los llamados a representar a la ciudadanía en las instituciones. No se trata ya de que se haya normalizado el titular convertido en editorial, el retintín evaluativo con que se emite la noticia o la selección sectaria de lo que se juzga noticiable –cosa que venía dándose por normal desde hace algún tiempo–, sino que se ha hecho rutina la intromisión de los medios y de sus profesionales en la batalla política como si de uno más de sus contendientes se tratara. Medios que se desmienten uno a otro o periodistas que enjuician la labor de sus colegas eran práctica tabú en tiempos no lejanos. Hoy son moda. Es lo que hacía antes en Euskadi un medio que tuvo que cerrar por una sentencia de la Audiencia Nacional tardíamente corregida por el Supremo.
No cabe duda de que la causa de este insólito fenómeno se encuentra en la polarización que ha asumido la política como instrumento de acción. Sólo hace falta ver que es allí donde la política concentra su fuerza –Gobierno, Congreso y sedes de los principales partidos– donde también los medios imitan su conducta. Pero, constatado esto, el hecho es que, en vez de actuar como presa que impida el desbordamiento de la actitud polarizada desde el ámbito político hasta el ciudadano, buena parte de los medios se ha convertido, a la vez, en su rehén y cómplice, dejando de prestar un servicio a la sociedad que, en tiempos convulsos como el actual, resultaría impagable. Se ha producido una indeseable vuelta, un retroceso, a los tiempos en que los medios servían de correa de transmisión a «su partido» –incluso con su nombre se identificaban– y no pretendían adornarse con el calificativo de «independiente» que más tarde lucieron con orgullo en sus manchetas. Hoy, hasta las encuestas juegan a favor del medio que las contrata. La bienvenida adhesión a una determinada línea ideológica pierde su fuerza de persuasión cuando deriva en sumisión a los intereses de un partido.
En el fondo de esta deriva se encuentra, creo yo, la pérdida, por parte de no pocos medios, de la perspectiva propia con que éstos deben mirar la realidad y que en absoluto coincide con el punto de vista desde el que lo hace la política. Si el objetivo de ésta es el poder y hacia él dirige sus miradas y actuaciones, el de los medios se sitúa en otro lugar que tiene más que ver con la búsqueda del rigor, por no decir la verdad, en la información y la ilustración del ciudadano en su explicación e interpretación. Pero, en esta nueva andadura que no pocos han emprendido, tras haber hecho propios los esquemas de razonamiento que la política emplea para alcanzar su objetivo, han acabado convirtiéndose, no como quizá habría sido su ingenuo deseo, en guías de la acción política, sino en leales lacayos de sus intereses. Sus razonamientos e interpretaciones son así tristes réplicas de los que esgrime la política y sus redacciones, pretenciosas segundas cámaras en las que resuenan los ecos de lo que en las de verdad se debate y decide. La actitud crítica que se les supone ha quedado suplantada por un servil seguidismo.
Créame, lector, si le digo que me siento aliviado por haber llegado al final de este artículo, mezcla, quizá, de desahogo y exabrupto. Espero, con todo, no haber pisado tantas rosas como florecen en el jardín en que me he metido ni haber salpicado a los muchos que no lo merecen con las sucias aguas del charco en que he chapoteado.
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