iratxe bernal
Domingo, 26 de mayo 2019
Tras el armisticio que ponía fin a la Primera Guerra Mundial, los vencedores reunidos en la Conferencia de Paz de París sabían que, para respirar tranquilos, tenían que apaciguar más ánimos que los de las potencias centrales. Sólo dos años antes, la Revolución Rusa había ... demostrado a las clases dominantes de todos los países que quizá tuvieran en casa un enemigo mucho más fiero que alemanes, autrohúngaros, búlgaros o turcos:sus obreros. Antes de marchar a las trincheras, los trabajadores ya habían dado muestras de su hartazgo ante las duras condiciones laborales que habían hecho posible la industrialización y ahora regresarían a casa sabiendo que sus camaradas rusos habían logrado controlar algo más que las fábricas. Así que junto a la lista de exigencias con que castigaban a los derrotados, los vencedores plantearon una medida, digamos, preventiva: la creación de un organismo internacional que promoviera «la justicia social», un factor que pasaba a ser considerado fundamental «para lograr una paz universal y duradera». Era el nacimiento de la Organización Internacional de Trabajo, la OIT.
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Aquel principio tan loable también tenía un cierto interés económico. En los países donde los partidos obreros ganaran peso se impondrían medidas sociales que lógicamente tendrían un claro coste para las empresas y repercutiría en su competitividad. Con la creación un organismo que sancionara convenios internacionales de (en principio) obligado cumplimiento para los firmantes, se aseguraban de que todos jugaban con las mismas cartas en un mercado más globalizado de lo que había estado nunca.
Para la puesta en marcha de ese nuevo organismo crearon un comisión presidida por Samuel Gompers, presidente a su vez de la Federación Estadounidense del Trabajo (AFL), una de las primeras asociaciones de sindicatos, y compuesta por representantes de otros ocho países: Bélgica, Cuba, Checoslovaquia, Francia, Italia, Japón, Polonia y Reino Unido. Ellos redactaron el acta de constitución de la OIT, un documento que fue integrado en el Tratado de Versalles y que por primera vez establecía el nacimiento de una entidad tripartita. Es decir, con presencia equitativa de representantes de trabajadores, empresarios y gobiernos.
A su primera conferencia internacional, celebrada en Washington ese mismo año, acudieron delegaciones de 40 países, entre ellos, Francisco Largo Caballero, secretario general UGT, que fue elegido miembro de su consejo de administración. En ella se centraron en estudiar medidas para limitar las horas de trabajo en la industria, crear un seguro de desempleo, garantizar la protección de la maternidad, regular el trabajo nocturno de las mujeres y prohibir trabajo de los niños en la industria.
Pese a que aquellos primeros años fueron muy activos, el primer gran examen llegó cuando la Organización aún estaba en mantillas. En 1929, la Gran Depresión puso en entredicho la efectividad de las buenas intenciones de OIT. Eso de que las políticas económicas y sociales debían considerarse conjuntamente estaba muy bien en la teoría y cuando había bonanza, pero en tiempos de vacas flacas o, directamente, sin vacas… En aquellas circunstancias y en la antesala de otro conflicto bélico, la búsqueda de formas de cooperación económica internacional sólo podía resultar infructuosa. Habría que esperar vientos más favorables.
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Con la paz (incluso antes, ya en 1944), la OIT volvió a reclamar su protagonismo con la adopción de la Declaración de Filadelfia. En ella establece que el trabajo «no es una mercancía» sino una fuente de dignidad personal y un factor de cohesión social y estabilidad. Además reconocen como esenciales tanto la libertad de expresión en el trabajo como la de sindicalización, al tiempo que subraya que «la pobreza, en cualquier lugar, constituye un peligro para la prosperidad de todos» y asegura que «la lucha contra la necesidad debe proseguir con incesante energía dentro de cada nación y mediante un esfuerzo internacional continuo y concertado». Su inclusión en 1946 en la recién constituida ONU, de la que se convierte en el primer organismo especializado, la ratifica en su empeño por ser el árbitro de las políticas económicas y financieras internacionales que puedan afectar a la paz social y las condiciones de trabajo. Pero sólo sobre el papel.
El nuevo panorama internacional, con el mundo dividido en dos bloques, no hace posible que la OIT tenga ningún mandato efectivo. Y las interferencias se pagan caras. En 1977 Estados Unidos se retiró de la organización en protesta por la «excesiva y creciente politización» de ésta, que había osado condenar en varias ocasiones a Israel por los «malos tratos a los trabajadores árabes en los territorios ocupados». La pataleta americana sólo duró tres años (el país regreso a la Organización en 1980) pero con ellos se fue el 25% de la financiación que recibía la organización.
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Finalizada la Guerra Fría, las potencias mundiales volvieron a ver su interdependencia económica como un reto y de nuevo cedieron espacio a la OIT, que su agenda decide dar prioridad al cumplimiento los llamados «convenios fundamentales», es decir, los ligados a la libertad de asociación y la libertad sindical y el reconocimiento efectivo del derecho de negociación colectiva; la eliminación de todas las formas de trabajo forzoso u obligatorio; la abolición efectiva del trabajo infantil y la eliminación de la discriminación en materia de empleo. Aunque algunos de estos principios están sobre el papel desde 1930, según la propia OIT, «en la actualidad hay más de 1.367 ratificaciones de estos convenios, lo que representa el 91,4% de las posibles. Se necesitan aún 129 ratificaciones para lograr la ratificación universal de todos los convenios fundamentales». Es decir, mucho trabajo aún por delante y no sólo en los países que aún la ignoran.
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