Todos somos capitalistas. No necesariamente por convicción, sino porque toda la humanidad está dominada por un único sistema económico. Y el capitalismo ha triunfado porque funciona: ofrece prosperidad y satisface los deseos humanos de autonomía. Algo que, sin embargo, no sale gratis. Conlleva un « ... precio moral» ya que nos empuja a ver el éxito material «como el objetivo final». Además, «no ofrece garantías de estabilidad».
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Es la premisa sobre la que avanza 'Capitalismo, nada más. El futuro del sistema que domina el mundo' (Taurus), el nuevo libro del economista Branko Milanovic. El autor serbio-estadounidense fue economista principal en el Departamento de Investigación del Banco Mundial, y es uno de los expertos más reputados a la hora de abordar la desigualdad. Con su famosa «curva del elefante» ilustró cómo el aumento de las rentas de las personas más ricas del mundo y de muchas de las más pobres durante el periodo 1988-2008, mientras que las clases medias y las más desfavorecidas de los países desarrollados sufrían un estancamiento o retroceso.
En esta obra trata de explicar el éxito del sistema que domina el mundo económico, y que a su vez se desdobla en dos modelos que compiten entre sí. Por un lado, el «capitalismo liberal» que impera en Occidente, y que a juicio del autor «se tambalea bajo el peso de la desigualdad y el exceso». Por otro, el «capitalismo político» ejemplificado por China. Un modelo que muchos consideran más eficiente, pero que se ve lastrado por una mayor corrupción y descontento social.
Milanovic cree que «a medida que los países se vuelven más ricos, la parte correspondiente a la renta del capital en la renta total tenderá a aumentar». Así, «mientras la riqueza esté muy concentrada, la desigualdad también aumentará». Es lo que el economista llama «la maldición de la riqueza». El autor aboga por «aspirar a un capitalismo igualitario» y reducir la concentración de capital. ¿Cómo? Por ejemplo, a través de políticas fiscales que incentiven que la clase media tenga más acciones y bonos, planes para que los empleados participen en el accionariado de la empresa, o un impuesto de sucesiones y donaciones que nivele el acceso al capital de los adultos jóvenes.
Sobre el otro capitalismo, el político, Milanovic sostiene que es una evolución del sistema feudal impulsada por las revoluciones comunistas. Así llegaron algunas zonas del tercer mundo hacia ese nuevo sistema. Y esa misma razón explica por qué el comunismo no triunfó en países más industrializados como Alemania Oriental o Checoslovaquia.
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En cuanto a China, paladín del capitalismo político, ¿es realmente un país capitalista? Para el autor, el gigante asiático cumple los requisitos para ser considerado como tal, pero con unas características propias. «Su planteamiento -más que ideología- combina el dinamismo del sector privado, el imperio eficaz de la burocracia y el sistema político de partido único», escribe. El capitalismo chino se basa en un sistema de mercado que no permite que los intereses de los capitalistas prevalezcan. Al mismo tiempo, el Estado mantiene una autonomía importante para aplicar políticas que persigan el interés general y, si es necesario, frenen el sector privado.
En el cuarto capítulo del libro Milanovic aborda la interacción entre capitalismo y globalización, que ha contribuido a convertir la ciudadanía en un activo negociable. «Los permisos de residencia que abren las puertas a la ciudadanía pueden ser comprados en ocho países, entre ellos Canadá y Reino Unido, efectuando una cuantiosa inversión privada», dice.
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El futuro del capitalismo global ocupa la última parte de la obra, la más filosófica, en la que aborda temas como el impacto de la robotización, la renta básica universal, el papel de China en el futuro, o incluso la posibilidad de una guerra a escala mundial. Sostiene el economista que la religión y el contrato social sirvieron para modular las conductas individuales de un sistema definido por la búsqueda racional de la riqueza. Límites morales que consiguieron que el sistema no derivara en revoluciones y caos social, pero que se han visto minimizados por la globalización. Un caldo de cultivo perfecto para que todo el mundo intente «amañar» el sistema. «La desregulación financiera y la evasión de impuestos nos ofrecen ejemplos magníficos», dice.
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