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Jorge Murcia
Sábado, 29 de marzo 2025, 01:04
Dicen que los empresarios de raza nunca acaban de jubilarse del todo. Les cuesta un mundo romper ese cordón umbilical que les ha unido durante ... toda una vida al proyecto que un día levantaron con ilusión, ingenio y tenacidad. Algo de eso sucede con Emilio Celorio Ruenes, fundador de Navacel, la firma vizcaína especializada en la fabricación de bienes para los sectores siderúrgico, naval, oil&gas y energía eólica marina.
El empresario asturiano (Posada de Llanes, 1942) llevaba apartado de la primera línea de gestión desde 2015, cuando cedió el testigo de la empresa a su hijo, Emilio Celorio Torre. Desde entonces ha seguido formando parte del consejo de administración, en tareas de apoyo al área técnica y productiva, y colaborando con el departamento de propuestas. Pero, próximo a cumplir los 83 años y tras una trayectoria empresarial de seis décadas, se desvincula por completo de la compañía.
Lo ha decidido meses después de la toma de control de Navacel por parte del grupo Amper: cuando la empresa familiar que fundó en 1974 ha dejado de serlo. Aunque tampoco del todo exactamente. Allí siguen, en diversas funciones ejecutivas, sus hijos Emilio (director de I+D y Proyectos Especiales), Virginia (directora financiera) y Nuria (directora de Propuestas). Esa presencia constituye, sin duda, el mayor motivo de orgullo para Emilio Celorio. La certificación de haber conseguido eso que tantas veces cuesta tanto en los proyectos familiares: que los herederos den continuidad al negocio, y que la empresa «siga adelante, creciendo y creando empleo», cuenta a EL CORREO. Es el legado de un empresario que un día cumplió su sueño, el de levantar un proyecto propio.
Emilio Celorio llevaba el gen emprendedor de serie. Sus padres se dedicaban a la fabricación de tejas y ladrillos, y por motivos prácticos -pasaban largas temporadas en Bizkaia haciendo negocios con empresarios locales- se mudaron con sus tres hijos a Balmaseda. Emilio tenía entonces 9 años, y tras estudiar en los Maristas de la localidad encartada ingresó como interno en el colegio Salesianos de Deusto para estudiar Formación Profesional, rama Mecánica. Allí, confiesa, añadió una capa de «disciplina» a su natural espíritu emprendedor.
«Siempre quise montar una empresa», subraya recordando aquellos años en los que, tras acabar los estudios de FP, entró a trabajar en la Babcock&Wilcox. Eso por la mañana. Por la tarde, completaba su formación académica en la Escuela de Peritos de Bilbao.
No acabó esos estudios, porque decidió hacer como voluntario la mili en Basauri, al tiempo que seguía en su puesto de la Babcock. «Y los fines de semana preparaba mi propia empresa, en Larraskitu 35». La acabó de constituir en 1964. Bautizada como Talleres Celorrio, se dedicaba a fabricar maquinaria para la por entonces pujante industria del mueble de Balmaseda y su comarca.
La empresa fue creciendo, primero con la incorporación de su hermano Julio, y después con la de algunos trabajadores. El negocio necesitaba más espacio, que encontraron en Galdakao, en la rivera del Ibaizabal. Habían pasado 10 años desde la creación de Talleres Celorio, que en 1974 paso a llamarse Navacel.
La nueva denominación reflejaba el cambio de rumbo que la empresa estaba tomando. Aunque seguía con la maquinaria para el negocio de la madera, empezó a fabricar piezas auxiliares para el naval: hélices, grúas, brazos de succión, etc., gracias en parte a un contrato de licencia firmado con la empresa noruega Ulstein. Y al nuevo traslado de sede, esta vez a Trapagaran, en unos terrenos comprados precisamente a la Babcock.
Al margen de las mayores capacidades del nuevo emplazamiento, el traslado desde Galdakao obedecía a causas de fuerza mayor: eran relativamente frecuentes los destrozos causados por las inundaciones. La de 1983 fue la puntilla. «En aquel año el agua llegó a los cuatro metros de altura. Tuvimos que refugiarnos en el tejado», rememora Celorio, como uno de los momentos más amargos de su vida empresarial.
Siempre «inquieto, emprendedor y valiente», como le define su hija Virginia, el empresario asturiano vio otro nicho de negocio, el del oil&gas: primero con grúas que daban servicio a las grandes plataformas petrolíferas, y con el paso de los años, a infraestructuras submarinas. El catálogo de la empresa se amplió con la compra de una empresa en Alegría-Dulantzi (Álava), donde empezó a fabricar partes de las torres que sustentan los molinos de viento, aunque el negocio 'onshore' cayó bruscamente con el parón de las renovables tras la crisis financiera de 2008.
Tocaba reinventarse otra vez, y poner en práctica esa cualidad que destaca de su padre Virginia Celorio: «su habilidad para anticipar tendencias». En esta ocasión, la de la eólica 'offshore', la marina. «Hacíamos subestaciones eléctricas, y parte de las torres de los primeros molinos flotantes que se lanzaron al mercado fueron los noruegos», recuerda Emilio.
Problemas de pago en cierto proyecto de envergadura, y la necesidad de «aligerar la carga financiera y seguir creciendo» motivaron la ampliación de capital que en 2020 dio entrada en la empresa a otros empresarios -como Jesús Esmorís y Pablo Viar- y la toma de control por parte de Amper el pasado mes de diciembre.
Ha sido este último el momento elegido por Emilio Celorio para desvincularse por completo de la gestión de Navacel, proyecto al que ha llegado a dedicar «los doce meses del año, fines de semana incluidos. Recuerdo que en mi infancia no teníamos vacaciones», cuenta su hija Virginia.
Ahora Emilio, que desde hace más de una década vive a caballo entre Bilbao y Cádiz (la tierra de su segunda mujer), tendrá la ocasión de dedicar más tiempo a su familia -tiene siete nietos- y desarrollar esas aficiones e inquietudes para las que nunca encontró hueco. Placeres sencillos, como pasear por las playas gaditanas, hacer un poco de ejercicio, perfeccionar su inglés, o agasajar a sus amigos «con una buena cazuela de bacalao al pilpil. Y unas buenas fabes».
Emilio dice abrazar esta nueva etapa de su vida con la satisfacción de «haber cuidado a las personas, que debe ser la base de toda empresa. «Casi nunca hemos tenido problemas laborales, y las relaciones con los sindicatos han sido también muy buenas». Y con la misión cumplida de levantar una empresa capaz de crear empleo duradero, y en continuo crecimiento: «Nunca hemos repartido dividendos», presume.
Esa trayectoria no sólo ha merecido el reconocimiento de sus allegados, sino también el apoyo y cercanía de las distintas instituciones vascas. E incluso premios, como el 'Marcelo Gangoiti' -que cada año destaca la labor de las empresas de la Margen Izquierda y la Zona Minera- del año 2015.
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