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La mayoría de los trabajadores ven la prejubilación como un objetivo tremendamente deseable, incluso como un sueño que por desgracia se les va a negar. Desvincularse del trabajo a los cincuenta y pocos años, tal como contempla el Programa de Suspensión Individual de Empleo que ... plantea ahora Telefónica, equivale a retomar las riendas de la propia vida en plenitud de facultades y –si nada se tuerce– con mucho tiempo por delante. Pero, en la práctica, ese momento suele dejar un regusto agridulce: por un lado, a menudo tiene que ver con periodos traumáticos en el lugar de trabajo, que acaban socavando la confianza en uno mismo; por otro, algunos no saben bien qué hacer con esa 'sobredosis de ocio' y pueden caer en la apatía o en la depresión. En estas páginas, cuatro personas que se prejubilaron con 52 o 53 años evocan las sensaciones que les suscitó aquel proceso.
68% es el porcentaje del sueldo que Telefónica pagará a quienes se inscriban en el nuevo plan de prejubilaciones, dirigido a 4.200 empleados de 53 años o más. Estiman que se apuntarán unos 3.000.
José Antonio compara su prejubilación a los 52 años con una caída al precipicio. Su carrera profesional en el BBVA había sido «un periplo intenso» que les había llevado, a él y a su familia, por varias regiones españolas hasta acabar en Galicia, donde ocupaba un puesto de dirección. Y, de pronto, ese avance constante, imparable en apariencia, se truncó con brusquedad: «Me encontré con que me decían que me tenía que jubilar. Ni lo entendí, ni me lo explicaron. ¡Me tocó!». Aún tiró un tiempo como consejero de las filiales de Panamá y Uruguay, pero finalmente llegó la desvinculación definitiva del banco. «Me dediqué a otros temas, como la consultoría: fue como agarrarme a un clavo ardiendo, porque no sabía qué hacer por las mañanas, acostumbrado a trabajar de sol a sol. Las condiciones de la prejubilación que te da el banco son buenas: puedes vivir bien, aunque no tan bien como trabajando. Pero yo, a diferencia de otros compañeros que pintaban o jugaban al golf, no tenía grandes 'hobbies'».
Hace un par de años, decidió regresar de Galicia a Bilbao, con el propósito de dedicar todo ese tiempo libre a tareas más altruistas. Y hoy, a los 61, José Antonio forma parte de Secot, una asociación sin ánimo de lucro que ofrece el asesoramiento de ejecutivos y empresarios ya retirados, además de promover lo que han bautizado como 'jubilación activa'. «Afortunadamente, la vida es larga hoy en día, y no conozco a nadie a quien le guste no hacer nada. Nosotros ayudamos a la gente que se va a prejubilar o jubilar a enfocar su vida». Por ejemplo, impulsan el voluntariado, en colaboración con entidades como Cruz Roja o Cáritas, y hacen presentaciones ante colectivos como la Ertzaintza, con «un gigantesco programa de jubilaciones».
¿Hoy regresaría al tajo? «Al principio tenía el mono, pero ya he cerrado esa etapa y estoy en otra. Volver al banco, con lo que ha cambiado además, me supondría un disgusto. Ahora hago cosas porque las quiero hacer, no por tener que ganarme la vida».
José Ángel no puede separar el final de su vida laboral del proceso histórico en el que se enmarcó, aquella desindustrialización que dio al traste con la actividad económica de la margen izquierda y que él resume, en dos palabras, como «una salvajada». Trabajaba en la Babcock, que a esas alturas ya había perdido su coletilla tradicional (& Wilcox) y se había metamorfoseado en Babcock Borsig Power. José Ángel estaba empleado en una oficina técnica de ingeniería cuando, en 2004, le llegó la hora. Tenía 52 años.
«Los expedientes de regulación siempre se establecían por edad, en tandas de dos o tres años: dentro de ese tramo se iban todos, fueran buenos o malos. Yo, profesionalmente, estaba en mi mejor momento. Tras un montón de años en la ingeniería, acabas conociendo todos los trucos, así que me veía con mi mejor rendimiento. La sensación fue extraña, porque lo que queríamos era continuidad en el trabajo, pero no había perspectivas, no había contratos», evoca.
Sus rutinas quedaron abolidas de repente. «Al principio te encuentras desorientado. Yo traté de amoldarme y me hice a la idea de que me habían regalado unos años, porque los que se apoltronan son los que peor lo pasan». José Ángel se apuntó a cursos, hizo el Acceso a la Universidad, empezó Medicina («vi que era eterno y durísimo») y pasó «cuatro años fantásticos» en las Aulas de la Experiencia. En los últimos tiempos, desarrolla una actividad frenética en los movimientos sociales, muy implicado en la defensa del sistema público de pensiones.
«Yo he llegado a la 'jubilación real' a los 61, con el 76% de la base reguladora, un recorte bestial con respecto a lo que cobraba antes. Dentro del movimiento de pensionistas, hay un grupo que pide que no se penalice a los prejubilados con más de 40 años de cotización». Los apuros económicos de algunos compañeros y compañeras de la plataforma de Barakaldo le causan una honda desazón, que se acentúa todavía más cuando comprueba que el tejido económico está hecho jirones: «Se ha desindustrializado todo, mis hijas tienen trabajos más precarios que los de mi generación».
Para Karmele, la prejubilación supuso el final de una pesadilla. Trabajaba en Altos Hornos, la misma empresa que dio empleo a su padre y sus abuelos, pero su departamento acabó desapareciendo: era perforista, es decir, una de las encargadas de agujerear las fichas que alimentaban de información a los ordenadores de entonces. A partir de ese momento, no supieron o no quisieron encontrarle un puesto digno: «Me propusieron ir a Etxebarri de 'calientasillas' y durante un tiempo estuve castigada en un lavabo. Sí, sí, estaba de verdad en un cuarto de aseo, porque me negué al traslado sin puesto. Fueron tiempos muy duros, yo no entendía qué había hecho para merecer aquello. El castigo duró hasta que mediaron los sindicatos». A esa batalla personal se sumaba la debacle colectiva de los últimos años de Altos Hornos: «Luchamos lo indecible para que no se cerrase la empresa: las huelgas, la Marcha de Hierro, la gente con depresiones...».
Con ese panorama tan poco alentador, la prejubilación le dibujó un nuevo horizonte. «No fue algo deseado, sino obligado. Yo tenía 52 años, estaba en plenitud y tenía toda la experiencia, pero me tocó cambiar el chip y pensar qué hacía con mi vida». Pasado un primer momento de desorientación, Karmele no tuvo ningún problema para reubicarse y sacar partido a su recién estrenada libertad, pero entre sus compañeros no faltó gente incapaz de asumir el cambio de situación: «Algunos se creían imprescindibles, y nadie lo es. Hay personas, sobre todo hombres, a las que les quitas el trabajo y les rompes la vida. Alguno no lo superó y se hundió en la miseria. ¡Fue una época muy traumática para mucha gente!».
Ella se apuntó, por ejemplo, a cursos de musicoterapia, pero también tuvo que habituarse a la desacostumbrada sensación de estar sola en casa, puesto que sus dos hijos ya eran mayores y estudiaban. Karmele se asombra un poco al echar la vista atrás: «Llevo diecinueve años en casa. ¡Parece mentira! A veces me siento como si hubiese sido ayer».
Alfonso Alejandro no tenía ninguna queja de su empleo como responsable técnico de clientes en Telefónica. «Me encantaba, era muy interesante. Siempre he tenido la suerte de que me gustase mi trabajo, eso no tiene precio», explica este gijonés, afincado en Vitoria desde niño. Pero hace seis años, con 53, decidió cambiar de itinerario vital y se sumó al plan de prejubilaciones que había puesto en marcha la empresa: «Con el 67% de tu sueldo y toda esa libertad, puedes hacer cosas para las que antes no tenías tiempo o no te quedaban ganas, porque a lo mejor al salir de trabajar ya no te apetecía. Es una cuestión muy personal: yo soy soltero, pero tenía compañeros en mi mismo nivel que estaban casados, con los hijos estudiando, y no les convenía».
Alfonso Alejandro se ha acostumbrado ya a que acudan a él en busca de consejo ante cada plan de prejubilación: «Les suelo decir que, si se desvinculan de la empresa, van a encontrarse con ocho o nueve horas diarias para rellenar. Y tienes que llenar ese tiempo de cosas que te guste hacer. Si has estado metido en actividades, puedes ampliar esa dedicación, pero, si no, se te puede caer el mundo encima: conozco gente que a la semana se ha presentado en recursos humanos para ver si podía volver. Y existe la tentación del año sabático, que fácilmente se alarga». A él, desde luego, no le faltan tareas y aficiones. Es vicesecretario del Colegio de Ingenieros Industriales de Álava («voy tres días a la semana, como mínimo») y coordinador de la zona norte del Grupo de Mayores de Telefónica, con 849 asociados en Euskadi. «También me gusta la fotografía y el vídeo. Recientemente he hecho un curso de piloto de drones y me he comprado uno. Publico las fotos en Instagram y Facebook y me ha dado mucha vida», relata.
La asociación de jubilados de la empresa organiza actividades lúdicas y de voluntariado, además de mantener unida a la comunidad de quienes trabajaron en Telefónica. «Conviene apuntarse», recomienda Alfonso Alejandro a esos miles de compañeros que ahora seguirán el camino que él tomó hace seis años.
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