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Prever lo que sucederá el 2022 es tarea difícil, si no imposible. El virus seguirá haciendo de las suyas mientras la «globalización» no entienda que nuestra seguridad, la del Primer Mundo, pasa por mejorar las condiciones de vida de continentes enteros, como África, que están infravacunados y expuestos a este y otros virus.

La inflación se asoma cual madrastra que altera la «armonía macroeconómica» de las últimas dos décadas, y puede transformar la exuberancia financiera y de deuda de los felices años, en crujir de dientes.

El riesgo de la estanflación, que reiteradamente está avisando Nouriel Roubini, se visualiza en el horizonte y ojalá sea un espejismo. Por estas y otras razones --como el galopante aumento de deuda que no se corresponde con una mejora significativa de la productividad en nuestra propia economía productiva--, la perspectiva del 2022 es de riesgo no menor por las tensiones que van a surgir y, sobre todo, porque seguimos funcionando con los mismos métodos y proclamas como si el mundo y nuestra Unión Europea no estuvieran en profundo proceso de reconversión y transformación.

Por mi parte, un deseo y una exigencia para el próximo año. Como deseo, que seamos capaces de mostrar actitud y voluntad suficientes para que 2022 sea un año positivo. Como exigencia, el compromiso generalizado para que todos los activos de nuestro País, incluidas nuestras EPSV, estén alineados para facilitar nuestra transformación tecnológica e industrial.

En definitiva, un Pacto de Confianza por el futuro, asentado en la solidaridad intergeneracional.

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