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erlantz gude
Domingo, 3 de marzo 2019, 19:16
Bernardo y José Luis - El Corte Inglés
Sienten los colores. O más bien: el triángulo verdiblanco que representa a El Corte Inglés. Recién jubilado, Bernardo García ingresó en el edificio de la Gran Vía hace medio siglo. Como en tantas circunstancias, el azar jugó un papel clave y todo arrancó con un ... consejo de su madre en Galdakao, inspirada en los almacenes centrales de la empresa en la localidad. Bernardo apenas era un chaval que vestía pantalones cortos y la flamante instalación bilbaína, era un centro de corte futurista para la época, con escaleras mecánicas, ascensoristas e imponentes moquetas. El centro comercial se erigió de inmediato en reclamo comercial y social.
Y allí estaba el joven Bernardo, un adolescente que participaba de todo aquello al tiempo que se forjaba un futuro que se convirtió en definitivo. Con los años, se volvió un rostro clásico del área de deportes, donde permaneció casi toda su carrera. Y sin duda el trabajo en la sección durante tantas décadas le permitió constatar el influjo de la cadena, ya que ha manejado un importante surtido de productos de disciplinas deportivas desconocidas a buen seguro para el gran público. Un material a su vez, que en los pasillos de El Corte, la gente «puede coger, tocar, probar», esgrime Bernardo.
Su hijo suma a los 42 más de dos décadas en la compañía. Pese a que cursó un módulo de electricidad, de vuelta del servicio militar decidió probar suerte en El Corte Inglés tras una incursión en una tienda de Vitoria. Hoy tiene ocho empleados a su cargo en el departamento de vajillas, cristalería y cubertería. La calidad, sostiene José Luis, es una máxima en la atención al cliente. Porque -como ha ido constatando Bernardo- el cliente tiene cada vez más opciones y llega a la tienda más informado.
Aun así, y pese a la creciente competencia, se saben miembros de una exclusiva familia, la pequeña ciudad que teje a lo largo de sus siete plantas El Corte Inglés de la Gran Vía bilbaína, referente de la cadena incluso a escala nacional. Y el niño que correteaba por las calles de Galdakao mientras su madre intuía un dichoso porvenir en los almacenes centrales del pueblo, abandona el barco regocijado por ver a su hijo convertido en un hombre, capaz de cuidar de sí mismo y de todos esos empleados bajo su responsabilidad.
Cándido y Endika - BM Supermercados
Frente a los tópicos, un supermercado también puede ofrecer numerosas oportunidades de desarrollar una sólida carrera desde el punto de vista de la gestión. Sin echar la vista al intrincado mundo de las oficinas centrales, sino en un súper de a pie, esos que las grandes cadenas tienen por decenas en las provincias y que solo hace falta recorrer unas cuantas calles para volver a encontrar. Cándido Blanco y su hijo Endika son dos ejemplos. El padre marcó el camino en el grupo Sebastián de la Fuente, absorbido por Eroski. Y en apenas un lustro comenzó una trayectoria como encargado que le llevó a BM tras contactar con un responsable de la cadena en la que dio sus primeros pasos.
Hoy está al frente de la sucursal de Alameda Urquijo. Es el hombre en la sombra que se encarga de que todo marche bien, el entrenador que debe coordinar 25 personalidades, en línea con una plantilla de fútbol, y donde como en un vestuario ha de mantener motivado al equipo y domar los caracteres complejos. Una cuestión no menor es el margen para -delimitada desde arriba la oferta y su plazo- que juegue con el marketing a fin de hacer más visibles y atractivos los productos rebajados.
Su hijo le ha sucedido. Con 28 años y formado como carrocerista dio un vuelco a su carrera tras los pasos paternos. Ni se arrepiente ni se plantea un cambio de profesión a tenor de los planes formativos que ofrece el vascocántabro Grupo Uvesco -al que pertenece BM- para crecer profesionalmente. Segundo de a bordo en la sucursal de Sarriko, insiste en que sus méritos son los que le están permitiendo superar con éxito la prueba. Pocos saben que Endika es hijo de un veterano encargado, y es su edad la que a veces puede jugar en contra del respeto de trabajadores veteranos, con lo cual, no obstante, afirma saber lidiar.
¿Son menos comprometidos los jóvenes de hoy? «Ahí está la labor de la empresa para, junto a las buenas condiciones laborales, garantizar su implicación», sostiene Cándido. Y quizá sin reconocerlo se esté refiriendo a su hijo. Ambos recibirían con los brazos abiertos en idéntica senda a la anhelada tercera generación. Y el futuro abuelo esboza ya una corbatita imaginaria que plasme el exitoso legado que hace 35 años inició.
Miguel Ángel y Laura - Bilbobus
El tatuaje en el brazo derecho atestigua su pasión: dos volantes con el año en que tanto ella como su padre accedieron a la empresa de transporte urbano de Bilbao. Se trata de una vocación que solo se entiende calzando sus zapatos, sumergiéndose en su intrahistoria. Laura quería ser chófer, pero no en cualquier vehículo ni lugar. Su fin era seguir los pasos de su progenitor en Bilbobus. «Pasaría más tiempo conduciendo en trayectos de larga distancia, pero sufriría demasiada soledad». La honrada dedicación de Miguel Ángel durante décadas y tras abandonar la metalurgia le sirvió de ejemplo. Cómo no inspirar a una niña que acompañaba a su padre acurrucada en la parte delantera del bus.
Pero hay más. Las huelgas de los años ochenta para exigir profundas reformas en el transporte urbano anterior al metro y la equiparación salarial con las otras dos grandes ciudades vascas dejaron una profunda huella en la memoria de la pequeña Laura. «Íbamos en coche a la huelga y aprovechaba para merendar y hacer los deberes en el propio vehículo». Y alrededor, decenas y decenas de conductores protestando por mejores derechos, tras lo cual se constituyó Bilbobus.
Laura asegura que solo estudió Gestión y Administración de Empresas para sacar un dinero mientras cumplía los 21 y podía examinarse como chófer. Tal era su ímpetu que fue a pasar la prueba el día que los cumplió, y el examinador le dijo que no estaba permitido hasta el día posterior al cumpleaños. Solo la legalidad demoró el lógico desenlace favorable, pues Laura ya había atravesado en su mente cientos de calles. Dice Miguel Ángel que tiene una conducción suave. «Como la suya, aprendí de él», replica ella.
Si llega a tener una hija que quiere seguir sus pasos o simplemente alguien de su entorno le pide consejo, le animaría a hacerlo, priorizando la vocación sobre títulos o aspiraciones salariales. No hay mayor recompensa para Laura que la satisfecha mirada de su padre -también de su madre Amparo, que les ha acompañado a ambos en este viaje, como discreto eje familiar-. Y con decisión se remanga el brazo y enseña el tatuaje para mostrar un orgullo que no explican las palabras.
Miguel Ángel y Mikel - Michelin
Mikel es un joven feliz. Acaban de hacerle fijo a los 26 en la fábrica vitoriana de Michelin y ya puede empezar a trazar un futuro sobre sólidos mimbres. Decidirse por la instalación de la capital alavesa no le exigió concienzudas disquisiciones. No solo se trata de un aplastante referente laboral en Vitoria, sino que de casta le venía el vínculo, con sus padres y dos abuelos empleados en distintas plantas del país. En mayo se mudará a un piso de alquiler: un acontecimiento para un chaval que, tras ciertas dudas sobre si se certificaría el ingreso en la plantilla, se siente muy agradecido a la empresa. «Gracias a Michelin, puedo ir ahora a Ikea», bromea Mikel.
Pero no solo eso. El joven es consciente de los elevados estándares de seguridad bajo los que trabaja, y lo tiene muy presente, habida cuenta de las batallas que ha escuchado en su familia.
No hace falta remontarse a los tiempos de su abuelo en Lasarte, sino que su padre, Miguel Ángel, prematuramente jubilado por enfermedad, recuerda que en sus pinitos a finales de los años ochenta la planta de Vitoria le pareció «una cueva, una fábrica en blanco y negro». Nada que ver con la moderna factoría que hoy inyecta una solvente dosis de empleo en la ciudad. «Cuando algo se rompe ya no aparece un mecánico con el martillo y la sierra, sino un técnico con un ordenador», anota.
Pero hay más factores en los que el propio Miguel Ángel ve el progreso de la empresa. Uno de ellos es la desaparición del muro invisible que separaba al operario del personal cualificado. Conoció esa clasificación de primera mano a través de su padre y su suegro, trabajador de a pie y de oficina, respectivamente. El padre de su mujer sería reubicado en Valladolid en un traslado motivado por la presión de ETA.
Mikel acaba de finalizar un turno donde el jefe ha tenido que trabajar con su personal durante horas a consecuencia de un imprevisto. A ello se une la reunión de cinco minutos con la que técnicos y operarios arrancan cada jornada para corroborar que todo está en orden. El joven habla de su trabajo con devoción, y aspira a abandonar el área de refuerzos metálicos por un puesto en una parcela mecánica. La cueva ha adoptado la amplia gama de colores que dibuja la ambición laboral de Mikel.
Adolfo padre e hijo - La Naval
El Hotel Naval de Sestao refleja la melancolía que envuelve la vieja zona industrial. El astillero está en silencio y por los pasillos del hotel no asoma un alma. En la soleada tarde de hastío, los tragos apenas ayudan a sobrellevar la monotonía en sillas de las que el camarero retira la fina capa de polen. Adolfo vuelve de la enésima protesta para tratar de capear lo inevitable y su padre le acompaña cargado de recuerdos de un periplo que arrancó en 1956. Como paradoja, el que fuera su segundo hogar les es hoy ajeno, y cuando quieren acceder al astillero en un último vistazo el vigilante les niega la entrada.
Adolfo, con idéntico nombre que su hijo, ingresó en La Naval llegado como tantos de otras provincias, en su caso de Logroño. Su cuñado fue colocándole a él y dos hermanos en lo que en apariencia era un inagotable caladero de trabajadores. Habría que comprobar cuánto hay de cierto cuando empleados de las extintas fábricas de la Margen Izquierda hablan de ellas como grandes familias. Adolfo pidió una excedencia y acabó de vuelta perdiendo dinero por el confort que no encontraba lejos de La Naval.
Y eso que la vida en un astillero no es sencilla. A sus 51, Adolfo recuerda que estuvo tentado de seguir los pasos de otros compañeros y buscar un puesto en la Ertzaintza u otra profesión menos fatigosa. Pero no solo por la exigencia física; su etapa ha estado jalonada de dificultades. «Los últimos aprendices, de las hornadas del 82 y el 83, estuvimos un año en paro por la recolocación de gente de Euskalduna, luego vendría la privatización». Y ahora el despido y la incertidumbre. Aún lúcido a los 83, su padre, empleado en el área de calidad, evoca las prestaciones de las naves sestaoarras. Y ambos se sumergen en un debate sobre la viabilidad de un astillero especializado en barcos concretos.
Su charla rasga el aplastante silencio. Barruntan que la continuidad con un inversor pasaría por una plantilla precarizada. Aquellos sueldos exiguos que conoció el padre, «con la diferencia de que entonces comprábamos un piso y manteníamos una familia de tres hijos». En su interminable tiempo libre, a Adolfo hijo le dio por ver 'Los lunes al sol'. Un juego agridulce bajo el paraguas de la recolocación en otro astillero. Quizá un presagio para las mentes frágiles que no soporten el aguijonazo de la distancia.
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