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Es un hecho conocido que a partir del último cuarto del siglo pasado floreció entre los países desarrollados un fenómeno económico llamado deslocalización. Por deslocalización se entendía entonces, y se entiende ahora, el traslado acometido por las grandes empresas occidentales hacia las naciones asiáticas emergentes ... de una parte sustancial de la producción de los 'inputs' o factores necesarios para la fabricación final de los bienes en el país matriz. Los colosos asiáticos que iniciaban tímidamente entonces su despegue económico acogieron entusiasmados las millonarias inversiones extranjeras, que al mismo tiempo les permitían el acceso a la tecnología de los recién llegados, no siempre por métodos autorizados y legales. La aparición de un inesperado Plan Marshall para Asia supuso un alivio para la alta desocupación y falta de protección social de sus empleados, ayudando a su cualificación y mejor retribución salarial, al aumento de la recaudación y, en consecuencia, a la mejora de los servicios públicos.
Aunque imprevisible para todos, el colapso de las cadenas de suministro global registrado durante la pandemia del covid-19, un fenómeno que se repetiría durante la crisis bélica en Ucrania, ha representado el fracaso y el epílogo de la deslocalización. Con anterioridad a estos eventos pocos éramos conscientes de la vulnerabilidad de un sistema que se basaba en unas redes de provisión situadas a miles de kilómetros de sus dueños y destinatarios.
Al estallar la epidemia, la imposición de cuarentenas y restricciones al movimiento de personas y mercancías, así como los cierres temporales de fábricas en Asia, tuvieron como consecuencia que gran número de alimentos esenciales desaparecieran de los supermercados, que los hospitales se enfrentasen a una escasez sin precedentes de equipos médicos capitales o que los grandes depósitos de abastecimiento y distribución de combustible registrasen a diario niveles menguantes. Se desataba súbita e inadvertidamente una salvaje huelga general sin convocantes ni pancartas, pero con parecidas consecuencias catastróficas en términos de inactividad y poder destructivo.
La congestión al límite de los principales puertos del planeta, las interminables hileras de camiones estacionados a lo largo de las carreteras, los marineros atrapados en barcos de contenedores anclados en los estuarios de todos los puertos a la espera de instrucciones que no acababan de llegar marcaban la presencia de una guerra desconocida, una guerra sin culpables. El estallido general de la deslocalización puso al descubierto la fragilidad inherente a una economía globalizada, considerada durante décadas la panacea de la gestión de costes y el pilar inamovible del progreso del comercio mundial.
Las trampas camufladas en la deslocalización resultan obvias a día de hoy, pero eran ignoradas en los años 20 de nuestro milenio. Comenzando por la permisividad interesada de países como China, Corea del Sur o Malasia, que representaban para los países centrales el dorado traducido en bajos costes laborales y de implantación, con materias primas más baratas y regulaciones ambientales y laborales mucho más flexibles que las occidentales, aspectos todos que despertaban la codicia de los inversores y que luego se convirtieron en un enésimo caballo de Troya.
Igualmente peligrosa se ha revelado la utilización masiva del contenedor como medio de transporte, que redujo drásticamente los costes y tiempos de envío, pero que exigía cargas ingentes en plazos matemáticos para rentabilizar el flujo marítimo. También la práctica generalizada del 'just-in-time' en la industria manufacturera, en sus sedes de origen, que buscaba minimizar los 'stocks' para optimizar los costes apurando al límite el acopio de materiales y que multiplicó la voracidad del proceso deslocalizador.
La capitulación occidental y la reacción general de las multinacionales al término de las pandemia no podía ser otra que la reubicación y retorno de los centros de producción de 'inputs' hasta los mercados de consumo, marcando una repetición más de la histórica 'ley del péndulo', bautizada como 're-shoring' o 'near-shoring' ('re-localización') y que prosigue en nuestros días. Países de América Latina como México y de Europa del Este han emergido como potenciales beneficiarios de esta retirada.
En resumen, la deslocalización masiva hacia Asia, si bien representó durante décadas un axioma de la globalización, ha evidenciado sus nefastas contraindicaciones en tiempos de crisis. Las grandes empresas occidentales, en su afán de máxima eficiencia, sobreestimaron la estabilidad de las cadenas globales de suministro, lo que finalmente ha provocado una regresión de las estrategias de producción global.
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