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Azahara García
Martes, 20 de noviembre 2018, 01:13
Los 177 trabajadores de la plantilla fija de La Naval, en Sestao, jamás pensaron que llegaría el día en el que tuvieran que encerrarse por la noche en sus instalaciones para tratar de mantenerlas vivas. Desde que se desató la tormenta, ya se han atrincherado en el astillero en dos ocasiones. Esta pasada noche, las oficinas del comité de empresa volvieron a estar hasta la bandera, nadie quería faltar, como símbolo de lucha por mantener su puesto de trabajo.
La noche se preveía larga. La hora de comienzo, las diez, aunque los trabajadores quedaron un cuarto de hora antes en la puerta del astillero para entrar todos juntos, como así se mantienen, sin fisuras ante la adversidad que les ha tocado afrontar. «Empecé de aprendiz. Iba a entrar en el instituto, pero se presentó la oportunidad y en aquellos años eso era tener mucha suerte, era sinónimo de estabilidad económica para toda la vida», afirmaba José Ignacio Conde, que entró con 14 años. En ese momento su mente casi infantil no lo veía así, para este operario el concepto de ser afortunado no pasaba por estar todo el día metido en faena en un taller. «Fueron mis padres los que se pusieron realmente contentos, ellos sí eran capaces de hacer esa lectura», rememora.
Recuerdos nostálgicos que se le venían a la cabeza mientras preparaba lo necesario para la velada: ropa cómoda y algo de comida para pasar la noche en un pabellón. Ya con el grupo al completo, accedieron al interior. En tantas horas, toca reponer energías. Cada uno llevó algo de condumio. Unos tortilla, otro grupo empanadas... Todo organizado al dedillo. José Manuel González, que lleva trabajando en la planta sestaotarra un año más que su compañero, 37, confesó haber intentado echarse una siesta por la tarde ante la perspectiva de pasar otra noche en vela en el astillero, «pero es imposible, la cabeza no para y no te deja ni descansar un rato», aseguraba.
La falta de sueño, sin embargo, no es un problema para mantenerse despierto hasta las seis de la mañana, hora en la que finalizaba el encierro convocado. «Los viajes a la cafetera son habituales. Nos inflamos a café. Lo malo es que a veces la gente se pone demasiado nerviosa y se acaban caldeando las cosas, hay gente que lo está pasando muy mal porque eso de las recolocaciones todavía se está negociando y realmente nadie sabe lo que va a pasar», explicó antes de entrar. Una vez en el interior, la misma dinámica que en el anterior encierro. Los integrantes de la plantilla aprovechan estos momentos, con los sentimientos a flor de piel, para valorar los últimos acontecimientos.
De ahí, que tuviera especial protagonismo la reunión que el comité de empresa mantuvo, por la mañana, con el acreedor concursal. Después, la gente se fue repartiendo por grupos para analizar la situación y hacer un poco de «terapia», en palabras de Conde.
Son momentos duros y es necesario darse ánimos entre compañeros. No resultó sencillo acomodar a tantas personas durante tanto tiempo, pero allí nadie quería dormir, más bien la intención era la de sentirse arropados los unos con los otros. Conde reconocía que «además de una medida de protesta, esto también es un poco la manera de salir de un entorno que se preocupa y no deja de hacer preguntas para las que no tienes una respuesta». De lo que sí son conscientes es que la situación es «complicada» y la única alternativa que se les presenta es la de tener que dejar sus vidas y aceptar una recolocación en Cádiz, Cartagena o en Ferrol. Fernando Baranda, otro operario, haría las maletas. El hombre admitió «estas acciones hacen que nos calmemos un poco, aunque eso no hace que las preocupaciones desaparezcan».
José Ignacio Conde, electricista y conductor
José Ignacio Conde Gómez lleva 36 años trabajando en La Naval. Entró con 14 años. Durante ese tiempo ha hecho de todo, desde labores de electricista hasta conductor, eso le ha dado una gran perspectiva de lo que supone la construcción de un barco. A sus 50 años, casado y con una hija de 11, no se ve rehaciendo su vida en un lugar lejos de su hogar. «Yo me quedo aquí, no puedo sentar a mi mujer en una silla y decirle que nos vamos», afirmó.
Fernando Baranda, sección de tuberías
El hecho de no tener hijos no le facilita la marcha a otra provincia de Fernando Baranda para poder seguir trabajando. «Es cierto que no tengo niños, pero tengo un padre de 92 años, ¿qué hago con él?». Además, su mujer tiene un negocio en Sestao del que también depende la economía familiar. «Bastante difícil es mantener una tienda abierta tras toda una vida en el barrio, imagina tener que empezar de cero con más de 50 años, es inviable».
José Manuel González, control de acceso
Siguiendo los pasos de su padre y de su abuelo, José Manuel González entró como aprendiz. Ha sido el encargado del control de acceso y recuerda «la época en que por aquí pasaban más de 1.700 personas solo de la plantilla». Ha construido su vida alrededor de la seguridad que siempre le ha proporcionado el astillero. «Sería duro irse. Tengo dos hijos, una de 14 y otro de 20 años, ya me han dicho que ellos se quedan aquí, que yo haga lo que tenga que hacer».
El director general del astillero vizcaíno, José Escribese, se recupera favorablemente de un infarto sufrido el pasado fin de semana. Según fuentes consultadas por EL CORREO, se encuentra fuera de peligro.
Escribese se incorporó a La Naval a finales de 2016, cuando los principales accionistas decidieron dar un giro a la gestión del astillero y contratar a algún experto en situaciones de crisis. La Naval había incurrido en pérdidas millonarias y ya en ese momento se intuía al borde de la quiebra. Recientemente, los sindicatos exigieron al administrador concursal su cese inmediato.
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