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Jueves, 22 de junio 2023, 12:03
Buenos días.
Es para mí un honor intervenir en este Foro de El Correo y reflexionar sobre Industria y Europa. Industria porque a lo largo de toda mi vida profesional, tanto pública como privada, la he reivindicado como vector clave para el desarrollo y bienestar de nuestra sociedad. Europa porque es el espacio de ciudadanía y el marco de libertad y democracia del que formamos parte en un mundo abierto. Además, quiero trascender de visiones centradas en Euskadi o en España que alguien puede querer confundir con debates en el corto plazo fruto del momento político en el que vivimos. Sin olvidar que una parte relevante de algunas políticas que inciden fuertemente sobre la competitividad industrial se deciden fundamentalmente en Bruselas; es por ejemplo el caso de la política energética, a la que me referiré posteriormente en detalle. Hoy, nuestra política energética, vector clave de los costes industriales, es para lo bueno y para lo malo fundamentalmente europea.
La industria es la que garantiza el bienestar de esta sociedad. Pertenezco a una generación cuyos abuelos, mayoritariamente, trabajaron en el campo en una economía de subsistencia. Nuestros padres trabajaron en las fábricas y, con un trabajo duro, consiguieron que nuestra generación alcanzásemos altas cotas de formación, que nuestros abuelos ni la soñaban, y unos empleos de calidad. Esa sociedad industrial con elevadas cotas de formación permitió que alcanzásemos unos niveles de bienestar nunca conocidos en nuestra sociedad. Hoy, garantizar este modelo de sociedad en un entorno más complejo, en un mundo más abierto y con tecnologías disruptivas que generan incertidumbre, hace este reto más difícil.
Para ello necesitamos apostar por la empresa y la industria. El crecimiento y la competitividad de la industria deben de ser un objetivo de país, que nos implique a todos. La industria es la que genera empleos estables, de calidad, bien pagados. Si consultamos en el INE los salarios medios de los diferentes sectores industriales en España, se mueven entre 28.000 euros/empleado de media en sectores manufactureros hasta los 54.000 euros/empleado al año en los energéticos. Si vamos a los servicios, si exceptuamos los financieros, se mueven entre los 15.000 euros y los 28.000 euros. Prácticamente la mitad. Necesitamos una sociedad que genere empleos estables, empleos de calidad y empleos bien pagados. Y esto sólo se consigue con un tejido industrial potente y competitivo. Garantizar oportunidades a nuestros jóvenes para tener un futuro como el de sus padres o incluso mejor, pasa necesariamente por un claro proyecto industrial.
La industria es además la que alimenta la ciencia y la tecnología, y es en esos ecosistemas donde la innovación ocurre. La innovación y la tecnología crecen habitualmente en entornos industriales. La industria y la tecnología son las que pueden permitir que toda una generación de jóvenes pueda tener un futuro prometedor y de bienestar, como lo pudimos tener nosotros, sin que tengan que buscar en la emigración sus alternativas. No queremos que nuestros jóvenes se vayan. Y si se van, que es bueno (otros también nos fuimos), que tengan ocasión de volver. Y si no vuelven porque han encontrado su vida personal en América o en Noruega, lo cual es legítimo, que haya americanos y noruegos a los que les atraiga venir aquí. Sin industria, no es evidente que nuestros hijos vayan a vivir igual o mejor que nosotros.
Empecemos por lo básico. ¿Queremos industria, si o no? La pregunta no es retórica. Durante algunos años líderes políticos y sociales han defendido el fin de la sociedad industrial y su sustitución por la sociedad de servicios. Lo veían como un proceso de modernización equivalente al que experimentamos con la revolución industrial y la pérdida de peso del sector agrícola. Además, muchas de las políticas que se han desarrollado en Europa han tenido como consecuencia un debilitamiento del tejido industrial. Esto significa tener un tejido económico con mayor dificultad para pagar buenos salarios. Se han aplicado políticas económicas, sociales y medioambientales sin haber evaluado correctamente su incidencia sobre el tejido industrial. La consecuencia ha sido en muchos casos la destrucción de la industria. Si alguien tiene dudas, pensemos por qué en Europa hemos perdido en los últimos veinte años 3,5 puntos de PIB industrial, lo que supone millones de empleos industriales perdidos.
Nos enfrentamos, y nuestra industria se enfrenta, a un entorno de transformaciones. Las razones medioambientales empujadas por la necesidad de la descarbonización se solapan con las transformaciones tecnológicas que estamos viviendo para dar lugar a un entorno de cambio e incertidumbre. Por eso, en este contexto, hacen falta políticas industriales ambiciosas y valientes que garanticen una sociedad moderna, innovadora y con oportunidades de futuro con empleos de calidad para los jóvenes.
Una política industrial ambiciosa y valiente requiere dos cosas: un clima social y político atractivo, y mecanismos legales y regulatorios estables que favorezcan la inversión. En definitiva, políticas industriales activas, que en algún caso serán horizontales (fiscales, medioambientales, energéticas, educativas…) o verticales, en materia de promoción de determinados clusters o cadenas de valor.
Necesitamos un clima político y social que anime a las personas a invertir, a arriesgar, a crear un proyecto empresarial, a que este proyecto crezca y a que genere empleo. Que los empresarios tengan un incentivo de reconocimiento social e incentivos económicos a entregar su vida profesional y a arriesgar su dinero para levantar un proyecto. Hablando de industria en Euskadi no puedo dejar de denunciar el profundo dolor que el terrorismo de ETA provocó entre los empresarios. La tragedia humana y el daño en las familias fue lo más importante. La fuga de talento, irreparable. Todavía la estamos pagando. El daño económico, tremendo. Pero hay más. En el libro «Los empresarios y ETA», Ignacio Marco-Gardoqui analiza la falta de legitimación social del empresario provocada por ETA, que ha tenido como consecuencia el escaso aprecio que muchos sectores de nuestra sociedad tienen al mundo empresarial. Doce años después de la desaparición de ETA, no hemos curado tampoco esa herida.
Pero este clima político y social no es exclusivo de la sociedad vasca. El desprestigio social del empresario, ese temor a esconder con el nombre de emprendedor la actividad de crear empresa para no pronunciar la palabra empresario, los discursos populistas contra los empresarios con nombres y apellidos, los carteles contra empresarios de los mismos totalitarios que hace quince o veinte años dibujaban las dianas, los ataques a la gran empresa en los discursos de líderes políticos que cada vez que hablan generan reticencias al inversor para crear empleo industrial, son el caldo de cultivo de un clima social que desalienta los proyectos empresariales. Corremos el riesgo de que nuestros jóvenes paguen con su futuro estas demagogias populistas.
Una política industrial requiere además de mecanismos regulatorios y de promoción horizontales y estables, para dar confianza al inversor. Un buen sistema educativo, buenas universidades con capacidad de atracción de alumnos, profesores e investigadores del resto del mundo, seguridad en las calles, buenos colegios internacionales para que los directivos o investigadores que se desplazan puedan educar a sus hijos, o un buen sistema sanitario, son también parte de una política industrial.
La fiscalidad es también un elemento clave de una política industrial. Necesitamos políticas fiscales que creen y generen riqueza. No sólo destinadas a recaudar, sino a promover. Incentivos fiscales para el que crea empresa, para el que promueve el empleo, para los que apuestan por la innovación y la tecnología, incentivos fiscales para promover el crecimiento y la adquisición de tamaño por parte de las empresas. Por supuesto que el IRPF sirve para redistribuir y tienen todo el sentido las políticas redistributivas fiscales. Yo pude estudiar porque el sistema impositivo creó becas a las que yo pude acceder. Nadie me oirá nunca un solo comentario contra el carácter redistributivo de los impuestos a los ingresos de las personas. Pero la empresa no son los accionistas que se llevan los dividendos, que pagan sus propios impuestos. La empresa es la que genera empleo industrial y, si no primamos fiscalmente al que mantiene y crea empleo industrial o al que apuesta por la tecnología y la innovación, estaremos atacando la capacidad de crear futuro, empleo de calidad y oportunidades para los jóvenes. No necesitamos peronismos fiscales con ataques continuos a las empresas, favoreciendo al que no arriesga, al que importa sus productos de China o la India y penalizando al que invierte en Cartagena, en Huelva, en Castellón o en Tarragona creando miles de empleos industriales bien remunerados. Menos populismo y más compromiso con la empresa y el empleo industrial.
Una de las políticas horizontales con mayor impacto en la competitividad industrial es sin duda la energética. Ya en 1950, con la creación del germen originario de la Europa unificada, Robert Schumann identificó el carbón, energía predominante en la Europa de aquella época, como núcleo básico para la seguridad de suministro y la competitividad de una Europa unificada, además de una vía para entrelazar los intereses y el futuro de los pueblos europeos.
El primer problema para la industria es que la política energética ha desaparecido. No existe en Europa. Está subsumida dentro de lo que se conoce como Clima o Transición Ecológica. Es curioso. ¿Se imaginan ustedes que desapareciese el Ministerio de Agricultura y pasase a ser una Dirección General del Ministerio de Transición Ecológica? ¿O que el Ministerio de Transportes pase a ser una Dirección General también de Transición Ecológica? Es evidente que también habrá que hacer un esfuerzo en descarbonizar la agricultura o el transporte. Para a nadie se le pasa por la cabeza hacerlos desaparecer. Es lo que se ha hecho con la política energética. Ya ni la llamamos así. La denominamos «Transición Ecológica». La industria y la energía desaparecen de los nombres. Como dice Anjel Lertxundi en su libro Azkenaz Beste, «Izenik ez duenak, nola izango da izanaren jabe?» ¿Aquello que carece de nombre, cómo va a tener siquiera existencia?
Hemos cometido graves errores en política energética. El más importante el de someterla totalmente a las políticas ecológicas. Así, sin matices. Siendo importante la descarbonización, política energética no es sólo descarbonizar. Es en primer lugar garantizar la seguridad de suministro. Para eso necesitamos invertir en renovables, por supuesto, pero hay que invertir también en las energías que vamos a necesitar en los próximos años, es decir, en seguridad de suministro. En Europa olvidamos el concepto de seguridad de suministro e invertir en gas natural, energía que nuestra industria, nuestros hogares y nuestro sistema eléctrico necesitan, y creamos una fuerte dependencia de Rusia. Olvidamos que la energía tiene que ser competitiva, asequible, con un precio que las familias y las industrias puedan pagar. Nos hemos dotado de un sistema energético caro en nombre de la sostenibilidad, y nos encontramos con que perdemos competitividad y empleo industrial por los altos precios de la energía.
Y es en muchos casos una falsa sostenibilidad, porque esa industria que expulsamos de Europa por los altos precios energéticos se va a China o a terceros países donde los procesos son menos eficientes y emiten más CO2, más todo el CO2 que emite el traer estos productos a Europa. Los consumimos aquí, aumentamos nuestra huella de CO2, pero estamos satisfechos porque en Europa reducimos emisiones. Pero es un ejercicio de hipocresía. Hoy, sólo el sector del acero y el cemento chinos emiten más CO2 que todo Europa. Hemos exportado esas industrias, hemos exportado esos empleos y hemos exportado las emisiones de CO2 para no contabilizarlas.
Me atrevo a lanzar un decálogo de reflexiones y propuestas para recuperar una política energética que busque la sostenibilidad y la reducción de emisiones, pero que a su vez garantice la seguridad de suministro y la competitividad de la industria europea.
1-Las políticas de industria y energía tienen que volver a tener identidad y ambiciones propias en los gobiernos europeos. No deben seguir supeditadas a las políticas climáticas. La descarbonización tiene que seguir formando parte de la ambición, sin duda. Hace falta volver a equilibrar la balanza, y en este sentido, garantizar la seguridad de suministro y el precio. El precio tiene que pasar a formar parte de la prioridad en materia energética. Cada vez que se tome una medida en materia de política energética debe analizarse e indicarse en cuánto afecta al precio de consumidores y a los costes de la industria.
2-Debe frenarse ese afán prohibicionista de las tecnologías energéticas. Primero, porque supone una arrogancia tremenda por parte de los decisores políticos que deberían dejar competir a las tecnologías para ver cuál gana. Y segundo, porque el reto de descarbonizar es lo suficientemente importante como para que nos lo juguemos todo a una sola carta. Necesitamos todas las tecnologías, porque el reto no es eliminar los hidrocarburos: es reducir las emisiones de CO2. Les voy a poner varios ejemplos, porque no me gusta quedarme en la teoría. Es hipócrita, antieconómico y antisocial que esté prohibido explorar y producir gas natural en España. Y lo es por ley: una ley que se llama de Cambio Climático, votada en el Congreso. Al mismo tiempo, se anima a las empresas a traer gas de Estados Unidos. Ellos tienen precios baratos, nosotros caros. Su industria compite mejor que la nuestra. Y las emisiones de CO2 aumentan, porque al CO2 que se emite en la producción y en el uso del gas, hay que sumarle en transporte. No es razonable que alguien pueda defender esto.
3-Hay que acabar con el mantra de que hay que electrificar más la economía. Tendrá sentido según y cómo y dónde se haga. Dos datos: el mayor emisor de CO2 en el mundo, hoy, ¿saben qué actividad es? La producción eléctrica. Segundo dato: el carbón usado hoy en el sector eléctrico emite más CO2 que todo el transporte del mundo combinado: coches, camiones, aviones y barcos. ¿Para qué seguir electrificando, para emitir más CO2? Por supuesto, quiero subrayar toda la enorme contribución positiva de la energía eólica y la solar al esfuerzo de descarbonización. Hay que seguir por ese camino. Pero respecto al resto de generación eléctrica que da cobertura a la demanda en el mundo… ¿no tendría más sentido producir mucho más gas natural? Simplemente sustituyendo el carbón de la producción eléctrica con gas natural, que da el mismo respaldo horario, se reducirían las emisiones de CO2 en el mundo en 6.000 millones de toneladas al año, más que lo que emiten todos los coches del mundo. ¿Cuál es el objetivo, reducir el CO2 o eliminar el coche?
4-Evitemos la redundancia de infraestructuras. Las infraestructuras son caras. Al final las termina pagando la competitividad industrial: las empresas y los impuestos de los ciudadanos. Debemos aprovechar las infraestructuras existentes al máximo. Dos ejemplos: la energía nuclear. Las centrales están hechas y funcionan. Mientras el Consejo de Seguridad Nuclear certifique las condiciones de seguridad, ¿qué sentido tiene acabar con ellas? ¿quién va a pagar esa factura? Las familias y la industria. Alarguemos la vida mientras sea técnicamente posible y tratemos de enganchar a futuro con posibles minicentrales nucleares, aprovechando esos emplazamientos, si la tecnología evoluciona en esa línea. Otro prohibicionismo a evitar.
Otro ejemplo. Si el hidrógeno va a formar de un futuro energético, tratemos de optimizar los costes. Prioricemos el uso en el entorno industrial en el que hoy se produce hidrógeno o transformémoslo en amoniaco para fertilizantes o metanol para combustibles o procesos químicos. Es decir, usemos las infraestructuras existentes. Si una parte del hidrógeno va a usarse para aviación, es razonable pensar que el uso del hidrógeno para producir queroseno sintético nos va a permitir usar los mismos aviones, las mismas terminales y no añadir costes de nuevas infraestructuras. Llenar Europa de tubos puede ser una alternativa, pero sólo la última después de haber explorado todas las anteriores, porque lo va a pagar la competitividad industrial.
5-Evitemos la especulación financiera con los precios del CO2. La industria europea no resiste de forma indefinida unos precios de 100 o 120 € la tonelada. Compite con los turcos, los indios o los chinos. Se trata de incentivar la transición, no de cerrar las industrias para enviar la producción a terceros países. Ello aumenta las emisiones del CO2 en el mundo y destruye el empleo industrial. Los inversores financieros saben que la Comisión Europea y muchos gobiernos van a mantener estos precios altos por razones políticas, por la agenda ecologista. Especulan con derechos y provocan que las familias tengan que pagar más por el recibo de la luz y que para muchas industrias los costes energéticos no sean asumibles. En tanto no haya un precio del CO2 ajustado en frontera, es decir, que las importaciones turcas o chinas tengan que pagar también por ese CO2 como la industria europea, hay que poner más derechos en el mercado para acabar con ese coste abusivo.
6-Evitemos una movilidad para los ricos. Hoy, los sistemas de ayuda a la compra de coches son un perfecto sistema de transferencia de rentas de las clases bajas y medias a las altas. El que compra un Tesla, que no gana precisamente 25.000 euros al año, tiene ayudas que pueden alcanzar 12.000 euros a lo largo de la vida del vehículo, entre subvenciones y menos impuestos pagados. El que entra desde Villaverde en Madrid cada día con una furgoneta diésel vieja, no recibe ninguna ayuda para una nueva. Esa furgoneta diésel se fabricaría posiblemente en España y el eléctrico caro probablemente no. Simplemente ese cambio de furgoneta reduciría en un 30% las emisiones de CO2 y en un 84% los NOx contaminantes. Así, el parque español cada día es más viejo. Ha pasado de 8 años de vida media en 2008 a 13,6 años a día de hoy. La cerrazón ideológica provoca daño al empleo industrial, políticas sociales regresivas y aumento de las emisiones de CO2.
7-El motor de combustión es parte de la solución. Prohibirlo, daña a un sector clave de nuestra economía como es el de la automoción. Daña a las clases más desfavorecidas, con más dificultad de acceso a otras formas de motorización. Aumenta las emisiones de CO2, ya que los fabricantes de coches hace tiempo que han dejado de invertir en la eficiencia en el motor. Los consumos, y por ende las emisiones de CO2, ya no bajan, porque el fabricante no tiene incentivo en invertir en una tecnología a la que se quiere poner fecha de caducidad: 2035. Afortunadamente no será así, porque gobiernos responsables han empezado ya a poner encima de la mesa que los combustibles renovables, gasolinas y diésel sostenibles, posiblemente emitan menos CO2 en su ciclo de vida que los eléctricos, con todas sus emisiones en la minería de metales en China o el alto consumo en la fabricación de baterías.
8-Tenemos que usar toda la cadena de valor de los residuos urbanos, los subproductos agrícolas, ganaderos y forestales para producir energía. Hoy, podemos convertir los purines en biogás y en hidrógeno renovable, la basura urbana orgánica, de papel o de plástico en metanol para combustibles tras gasificarla, las grasas animales entran en las refinerías y terminan en el depósito de sus coches, podemos convertir los plásticos pirolizados en hidrocarburos que terminan en diésel o podemos tomar una corriente industrial de CO2 y con hidrógeno renovable convertirlo en un queroseno o en un diésel. Todos estos procesos de economía circular reducen las emisiones de CO2, generan empleo industrial y empleo en el campo, en esos entornos rurales sin alternativas. Es una renta agraria añadida. Y no es ciencia ficción: todos los procesos que he descrito los llevamos a cabo hoy en Repsol en nuestras plantas o están ya en construcción. Y todo esto genera empleo industrial, además de ayudar a retener el empleo en las zonas rurales y despobladas.
9-Aprendamos de los demás. Los americanos, con el IRA, van a descarbonizar con la zanahoria. En Europa aplicamos el palo. El incentivo americano frente a la prohibición europea. Allá la normativa es previsible: diez años de estabilidad. Aquí, sacamos un Fit for 55, un Repower Europe o un Green Deal cada año. Yo ya me he perdido en la normativa europea. Allá aplican el principio de neutralidad: todas las tecnologías son admitidas. Aquí, el regulador nos dice qué hidrógeno vale y cual no. Nos dice incluso que debemos producir el hidrógeno en los 60 minutos siguientes a que el electrón haya sido producido. ¿Nadie ha pensado que una planta solar funciona dos mil horas al año y una industrial debe funcionar ocho mil? ¿Cómo vamos a rentabilizar las plantas industriales con estos marcos reguladores? Corremos el riesgo de que una parte importante de la inversión de descarbonización y el empleo industrial se vaya a Estados Unidos. Aprendamos en Europa de los americanos, que son capaces de combinar un tejido industrial competitivo con una ambición en la descarbonización.
10-Pese a las dificultades, las empresas debemos arriesgar, debemos apostar. Es lo que nos toca. Repsol no pretende pontificar sobre cómo debemos llevar a cabo la política energética. Creemos que es muy importante esta visión porque es lo que puede garantizar una transición sólida, industrial, competitiva, que mantenga y cree empleo de calidad y que contribuya a reducir de forma efectiva las emisiones en el mundo, sin que tengamos que enviarlas a otros continentes para decir que somos sostenibles. Pero entretanto, trabajamos. Hemos invertido mil millones de euros al año en la industria en España a lo largo de los últimos quince años. Y vamos a seguir haciéndolo. Hoy estamos invirtiendo en una planta pionera en el mundo en combustibles sintéticos y en una planta de hidrógeno en Petronor, en una planta de ecocombustibles lipídicos en Cartagena, en producción de hidrógeno en A Coruña, en una planta de polímeros de alto peso molecular y en otra de reciclado de poliuretanos en Puertollano, y en una planta de polímeros para cables especializados en Tarragona. Y muchos más proyectos. Hoy tenemos más puestos de trabajo industriales en España que antes de la crisis de 2008. Este es nuestro compromiso.
Hay quien dice que como los diez mandamientos a Moisés eran demasiados y la mente humana tiene dificultades para retener más de dos ideas, Jesús tuvo que reducirlos a dos, para que los humanos los pudiéramos entender. Siguiendo la praxis evangélica trato de resumir este decálogo a los responsables de las políticas energéticas en Europa en dos grandes principios:
-El primero, menos ideología y más tecnología. Impulsemos la transición energética bajo el principio de neutralidad tecnológica, es decir, que cualquier tecnología que ayude a reducir el CO2, sea utilizada. El esfuerzo de descarbonizar es tan enorme que no podemos permitirnos el lujo de despreciar tecnologías porque no casan con nuestras orejeras ideológicas.
-El segundo, la transición energética debe mirar a la descarbonización, pero debe priorizar sobre todo los intereses industriales de nuestro país, el empleo industrial, nuestras capacidades científicas y tecnológicas y el equilibrio social. Y como en esta vida es más importante imponerse deberes que exigir derechos, Repsol toma el compromiso y pone todas sus capacidades tecnológicas e industriales al servicio de una transición energética competitiva comprometida con el empleo industrial. Muchas gracias.
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