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Iratxe Bernal
Sábado, 1 de julio 2023, 00:50
Los manuales clásicos de finanzas definen el beneficio como la ganancia económica –sólo económica– que se obtiene de un negocio o inversión. No dicen nada de las consecuencias que, dentro y fuera de los centros de producción, pueda ocasionar su búsqueda. La misión de una empresa es ganar dinero, explican con una rotundidad que hoy suena desfasada. Hace tiempo que las compañías tienen una percepción más amplia de sus propósitos, aunque la vieja definición siga constituyendo un obstáculo a la hora de reivindicar su aportación al bienestar social. «Las compañías ya tienen interiorizado que deben devolver una parte de lo que han recibido y que eso genera beneficios para el personal, para los clientes... Y, por supuesto, para el propietario, que es quien asume los riesgos, y que muchas veces es una figura muy poco valorada», explicaba Pablo Sanz, socio responsable de la zona norte de EY, a los asistentes al encuentro empresarial 'El impacto más allá de la cuenta de resultados', organizado por la consultora junto a EL CORREO.
En la cita participaron Xabier Sagredo, presidente de BBK; José Galíndez, presidente del Círculo de Empresarios Vascos y vicepresidente de Solarpack; Jordi Albareda, fundador de Fair Saturday Foundation, y Leire Bilbao, directora general de la Agencia Vasca de la Innovación (Innobasque), quien abrió el debate asegurando que «el beneficio de las empresas debería tener reconocimiento social, pero éste sólo se puede adquirir si los beneficios implican reinversión en la propia organización y sus personas, por un lado, y en la sociedad, por otro. Necesitamos capitalismo, pero también humanismo».
«La empresa por sí misma ya tiene un propósito social. En Bizkaia no tendríamos la calidad de vida de la que disfrutamos si no fuera por el desarrollo empresarial de los últimos 40 o 50 años y eso hay que valorarlo. Deberíamos preguntarnos entonces por qué se demoniza que las compañías tengan beneficios cuando lo que tendría que preocuparnos son las asimetrías, que se van agudizando», añadió Albareda. En su opinión, pese a que «el mundo nunca ha sido mejor que ahora y la media va bien», no sólo crecen las desigualdades sociales y económicas, sino que también lo hacen las generacionales y de conocimiento. «Obviamente es necesario que las empresas tengan beneficios, pero también que la sociedad perciba que tienen un genuino compromiso en tratar de subsanar estas asimetrías».
Precisamente, el intento de paliar algunas situaciones de desigualdad desde el ámbito privado está en el origen de la obra social de las entidades financieras, históricamente asociada a las cajas de ahorro y ahora heredada por las fundaciones bancarias. Como por cuestiones regulatorias éstas tienen que encontrar la manera de ser autosuficientes, muchas de ellas se han reconvertido en inversoras. «Antes hacíamos más o menos obra social según los beneficios que obteníamos como caja. Hoy, el negocio financiero y la obra social están separados y para que ésta sea sostenible tiene que tener detrás una estructura económica sólida. Eso es lo que nos ha llevado a invertir en otras empresas; un claro interés por diversificar los ingresos y el riesgo más allá del sector bancario, y garantizar con ello el futuro de nuestra obra social. Además, en nuestro caso, queremos actuar sin compartir decisiones con fondos de inversión», explicó Xabier Sagredo, presidente de BBK.
Dado que en este caso las implicaciones sociales son ineludibles, el destino de esas inversiones ha de ser especialmente evaluado. «Averiguamos las necesidades que ya detecta la sociedad en su entorno y a las que no llega la Administración. A partir de ahí buscamos compañías que encajen en nuestra política de apetito de riesgo y rentabilidad, que ofrezcan productos y servicios elegibles de acuerdo a nuestros valores y que, además, podamos considerar estratégicas, con un carácter de permanencia indefinido que vaya a aportar crecimiento», indicó el presidente de BBK.
«Hasta hace poco no teníamos demasiados mecanismos de inversión que permitían que las empresas que necesitaran capital para crecer lo pudieran encontrar cerca, sin necesidad de ponerse en otras manos. Es algo en lo que hay que seguir trabajando, porque junto a la disponibilidad de talento, es una de las claves para que una empresa tenga arraigo. Cuando las pymes van cogiendo tamaño y entran en la economía global a veces ese arraigo corre peligro. Pero hay ejemplos en países de nuestro entorno que muestran que el arraigo no es un impedimento para crecer», añadió José Galíndez, quien además quiso borrar la imagen del empresario «obsesionado por mejorar sus márgenes».
«Tener beneficios es una condición 'sine qua non' para seguir siendo empresa, pero a lo largo de mi trayectoria no he visto que sean una obcecación en ninguna. Sí lo es, en cambio, optimizar lo que se tiene y trabajar en productos y servicios que sean líderes en su mercado. La contribución a la sociedad de una compañía es esa; mejorar esos productos y servicios, y al hacerlo generan empleo, pagan impuestos y mejoran la vida en su entorno –explicó–. Si te obsesionas por lo que debes hacerlo, llegan los beneficios y éstos tienen consecuencias sociales dentro de la empresa, con empleados motivados, y fuera, con un entorno ciudadano orgulloso de las compañías que acoge».
Esa «obsesión» bien enfocada, recordó Leire Bilbao, «es lo que Enrique de Sendagorta –uno de los fundadores de Sener– llamaba 'el afecto por la empresa'». «Querer que sea mejor es lo que hace que, por ejemplo, se esfuercen en mantener los niveles de inversión en innovación pese a la incertidumbre o en procurar que las personas que las integran trabajen en un ambiente saludable». «De hecho –añadió Jordi Albareda– puede que los clientes no estén siempre en disposición de recompensar a las firmas que tienen un buen comportamiento, pero donde esa tendencia es ya innegable es en la captación y retención de talento. La responsabilidad social corporativa aporta un valor diferencial».
«En una década hemos logrado reducir la tasa de paro a la mitad. Esto sólo se consigue si hay colaboración público-privada y compartimos una prioridad; el servicio a la sociedad». La consejera de Gobernanza Pública y Autogobierno del Gobierno vasco, Olatz Garamendi, llevó la búsqueda del beneficio más allá de los resultados económicos al ámbito institucional al subrayar la necesidad que las administraciones tienen de «ganar prestigio y legitimidad ante nuestras organizaciones». «La vía para conseguirlo es presentar, defender y cumplir un programa que asuma el compromiso de fortalecer la comunidad. Eso es la responsabilidad social corporativa; mantener a las personas en el centro de la actuación. Hacer de cada persona nuestro horizonte, más allá de la cuenta de resultados», subrayó.
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