
El lunes tuve una nueva cita con uno de los frontones más emblemáticos del circuito manista, el Beotibar de Tolosa. Desde que se extendió la pandemia no había pisado su contracancha. Es uno de los recintos más antiguos en el que se han escrito brillantes páginas protagonizadas por los pelotaris más insignes. Aún conserva intensos aromas del ayer. En 1861, en las huertas del Convento de San Francisco, se levantó un frontón descubierto donde se jugaba a pala, cesta, mano y remonte. El 14 de febrero de 1890 se hizo una techumbre y desde entonces conserva aquellos vestigios del pasado. Se utilizó para verbenas y comedor. En la Guerra Civil se acuartelaron las tropas franquistas. Muy poco ha variado su estructura. El suelo de la cancha, noble y que no es un cristal, ha sido alabado por casi todos los pelotaris.
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El cónclave se suele celebrar los lunes. Día de mercado. Este 25 de octubre había un reclamo, el último partido de la liguilla de cuartos de final del Torneo del Cuatro y Medio, que había despertado entre la familia pelotazale un inusitado interés. Se jugaban el pase a semifinales dos artistas de pura sangre, Altuna III y Bengoetxea VI. El perdedor se quedaba fuera de la competición.
La cátedra, los hombres que marcan el devenir de las apuestas, anunció con sus cánticos que el partido carecía de equilibrio. 1.000 a 300 a favor del guipuzcoano. Antes de ponerse la pelota en juego se divisaba un frontón que rozaba el lleno. Los grandes retos calan en el sentir de la gente. Si hay algo importante en juego, en todo el ámbito del deporte, se produce un fuerte poder de convocatoria.
El primer saque correspondió al de Leitza. Su imagen transmitió una depurada figura, más estilizada que hace unos meses. Para él había mucho en juego. De hacerle hincar la rodilla al pelotari de moda, el número uno, ponía a sus mentores en una enorme disyuntiva para dilatar su contrato, que expira a finales de este año. No fue así.
En los primeros tantos hubo un cierto equilibrio. Un ritmo infernal. El intercambio de golpes llevaba una intensidad enorme. No había tregua. Ambos contendientes se fajaban en un toma y daca constante. Pronto, a la velocidad sideral, Jokin metió una marcha más y terminó desbocando a su rival, que fue una marioneta guiada por los finos hilos del de Amezketa. Una paliza, 22-7, para el recuerdo.
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El ganador destapó todas sus esencias, que son muchas y vastas, y llegó al cartón 22 a la velocidad de un relámpago. Firmó una jugada, mediado el ecuador del duelo, que vale por todo un partido. Me maravilló. Tras un intercambio de pelotazos enérgicos, buscando los ángulos de la jaula, Altuna se vio desplazado a las cercanías del cuadro cuatro, completamente desbordado. Sacó su zurda de arriba y marcó un dos paredes de auténtico ensueño. Fue una exquisitez. Una obra de arte.
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